diciembre 25, 2005

Día Setenta y Dos


Por supuesto, Joan no me esperaba. El día en el que él había ordenado asesinar a Drezner, se había cuidado mucho de no permanecer cerca del lugar del incidente. Simplemente, aquel día había salido a pasear, dejándole órdenes expresas a uno de sus hombres para que hiciera el trabajo sucio. Al regresar de su paseo, se había encontrado con el inesperado panorama, un par de horas después de sucedido el incidente.
Esta vez, sin embargo, el “panorama” era diferente.
Cuando Joan regresó del bosque, se había dirigido directamente hacia su casa. Había abierto la puerta. Y se había encontrado frente a su hermano. Frente a mi.
“Esos hombres del gobierno que buscan la fórmula vienen hacia aquí. Llegaran antes de media noche. Saben exactamente quién la tiene, dónde encontrarle y su descripción física. Carlos sabe quién eres y, si es necesario, les ayudará a encontrarte. Ni todos tus hombres te pueden librar esta vez. Si te encuentran, les importará poco lo que les digas. Te sacarán la fórmula de esa bebida aunque con ella hagan sopa de legumbres. Sólo te queda por hacer una cosa, hermanito”.
Joan se echó hacia atrás, fingiendo incomprensión.
“¿Qué has hecho?. ¿En qué demonios estás pensando? El 32 de Diciembre…”
“El 32 de Diciembre ya ha pasado, Joan. Y he vuelto. He ganado. Y de esa manera le he salvado la vida a Drezner y te he condenado”, dí un par de pasos hasta llegar frente a él. Le habría matado en aquel instante. “Soy lo que más temes en este mundo. Huye”.
No podía matar a aquel que se hacía llamar “mi hermano”.
Pero no me importaba hacerle daño.
Joan desapareció bastante antes de que los hombres del Gobierno llegaran. Se fue con aquellos tipos de negro que siempre le acompañaban. Lo último que recuerdo es su mirada de odio. Supe entonces que volvería a verle. No imaginaba entonces que verle o no poco importaría en las siguientes semanas o años.
Cuando Barba llegó, los habitantes del pueblo le dijeron por donde se había ido Joan. No exactamente, pero de una manera bastante aproximada. Emprendieron su búsqueda. A día de hoy, no sé aún si lo encontraron o no, ni qué ha sido de todos esos tipos encorbatados que dirigían La Cruz por todo el país. Ni de los de esa facción del Gobierno, liderados por Barba. Como dije hace un momento…todo eso no importa en absoluto.

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Hemos celebrado la Navidad (otra vez). Pero ahora, de una manera mucho más tranquila. Nadia está viva, y si no me equivoco, está incluso algo más que viva. Aunque en esta nueva realidad nunca llegó a morir, aquella mujer que yo conociera en SegCom parece haber renacido. Toda la fuerza que llevaba en ella, se ha unido a la confianza que depositó en mi desde un principio. Y eso ha hecho que cada vez sea más apreciada en el pueblo, hasta el punto que, como figura en sí misma, está sustituyendo al desaparecido Joan ante los ojos de sus habitantes. Siempre ha sido una líder nata, lo recuerdo desde que era mi jefa en SegCom…En unos días que ahora se me antojan cada vez más lejanos, como si pertenecieran a una vida pasada…algo que no deja de ser cierto, de alguna manera.
Drezner y Angela han pasado la nochebuena y la navidad con nosotros. Creo que el verle vivo me ha dado una nueva vida, pero sigo pensando, sintiendo, que algo falta, o falla, en todo esto, y aún no sé lo que es. A veces pienso que debería o deberíamos volver a La Ciudad y reanudar la vida que llevábamos antes, que debería buscar un trabajo y empezar una nueva vida al lado de Nadia. Ninguno de los dos tendríamos problemas para conseguirlo. Han pasado muchas cosas y estamos más unidos que nunca. Sin embargo, este pueblo me sigue llamando, me siento vivo en él. Y sus bosques, y las montañas que le rodean, en las que puedo entrenar y correr todos los días. He hablado con Drezner de preparar el maratón de Nueva York para el año que viene. Está encantado. Me dice que tiene la seguridad de que todo irá maravillosamente, que puedo terminarlo sin problemas y haciendo una buena marca incluso…Si yo le contara…


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Mañana es Fin de Año. Sé que a partir de ahora todo será normal. El 32 de Diciembre quedó atrás, y no volverá a haber otro. La razón de su existencia era que la profecía se cumpliera, y se ha cumplido. Pero no tiene sentido que el objetivo final de todo esto fuera salvarle la vida a Drezner, Nadia y a los habitantes de un pueblo perdido en medio de las montañas. Tiene que haber algo más.
Coincidiendo con el fin de año, ha llegado una nueva familia al pueblo. Les conozco, aunque eso no me sorprende. Un matrimonio y sus dos niños pequeños. Les conocí en SegCom, y huyendo de la vida en la gran ciudad, como muchos otros, han venido hasta aquí. El caso es que se han instalado en la casa de Joan, y al deshacerse de algunas de sus cosas, me han entregado algo que yo tenía olvidado.
El Libro.
El Libro está escrito en una lengua extraña. Ni Joan ni nadie la conocía. Había rumores en Internet. Había una profecía que se transmitió oralmente de generación en generación.
Todo eso es parte del pasado. Ya no importa.
Estoy sentado en el pequeño banco que hay frente a mi casa. Puedo ver a Nadia sentada frente a su ordenador, en la ventana del piso superior. Le encanta organizar, y está organizando la vida en el pueblo, las fiestas de año nuevo, todo lo que pueda ser organizado…Algunos vecinos pasan frente a mi y me saludan. Esta mañana he entrenado 25 kilómetros a través de los bosques y del valle. Es maravilloso correr aquí.
Sin embargo, ahora, cuando faltan unas pocas horas para que termine el año, estoy solo en este banco, sentado, y tengo el libro en mi regazo. Me lo han entregado hace un rato. Y, por alguna razón que se me escapa, sabía que llegaría el momento de abrirlo. Me atrae. Me llama.
Lo abro.
Y entonces lo comprendo todo.
Literalmente.
Puedo entender cada una de sus líneas. Lo que dicen. Lo que expresan. Ese idioma hasta entonces desconocido tiene sentido ante mis ojos y en mi mente.
“Ese, amigo mío, es el verdadero Premio. Y tu mayor responsabilidad”.
Levanto la mirada. Es Drezner. Me sonríe, me guiña un ojo y sigue camino hacia su casa.
Leo.
El mundo va a cambiar en los próximos años. El orden que conocemos va a desaparecer. Las fronteras van a desaparecer. La forma de vida de los hombres va a evolucionar. Habrá alegrías y desilusiones. Habrá guerras. Habrá victorias. Morirán personas y nacerán otras. Y en muy poco tiempo, todo será nuevo. El mundo que conocemos nunca volverá a ser el mismo. Y será decisión de nosotros, de todos los seres humanos, cuál será el nuevo mundo.
Y yo voy a tener que tomar muchas decisiones. Yo, un tipo perdido en medio de un pueblo perdido en un valle perdido, voy a tomar decisiones, y voy a participar en ese proyecto de cambio, porque he sido Elegido para ello.
Lo dice el Libro.
Levanto la mirada hacia la ventana y Nadia me mira desde allí. Me sonríe. Miro a mi alrededor. Más allá incluso de este pueblo. Las montañas, las ciudades, el cielo azul que empieza a enrojecer con la llegada de la noche de Fin de Año.
Todo va a cambiar en muy poco tiempo.
Y voy a formar parte de ello.
No me lo perdería por nada del mundo.
Quizás, para que todo salga bien, una vez más, el truco no consista en querer vencer…sino tan solo en llegar a la meta.



********************* FIN **************************


Nota del Autor: Como siempre, y esta vez un poquito más, agradeceros a todos los que habéis leido esto hasta el final u os habéis interesado en algún momento por su desarrollo. Espero que nos sigamos leyendo y, sobre todo, espero que hayáis disfrutado tanto leyéndolo como yo escribiéndolo.
Hasta siempre.

diciembre 22, 2005

Día Setenta y Uno



Y fue entonces cuando empecé a escuchar los aplausos. Alguien, creo que Karl, empezó, muy tímidamente, a aplaudir, y los demás, sin poder contenerse, le siguieron. Como un caudal que lleva hacia el final, hacia la liberación. Volví mi mirada hacia Drezner, y habría jurado que sonreía, como contraviniendo un principio mayor, una ley no escrita, pero sonreía, y Joan, por el contrario, era la viva imagen, primero, en un principio, de la incomprensión y, poco a poco, minutos después, del desencanto, del dolor, de la rabia...
"Esto no es justo", alzó su voz sobre el aplauso de los demás corredores, en medio de una solitaria, vacía, muerta Manhattan.
Drezner me miró de reojo mientras llegaba hasta él.
"Quizás prefieras hacer una reclamación", aventuró.
Los aplausos cesaron, seguidos de un silencio absoluto. Joan levantó la mirada, hacia lo alto, hacia los rascacielos que rodeaban Central Park, hacia el infinito. Le llevó varios minutos. Yo, mientras tanto, permanecía en silencio, esperando, sintiéndome cada vez más tranquilo, más seguro, y en absoluto cansado después de tantos y tantos kilómetros de dura carrera.
Finalmente, Joan negó con la cabeza, y se echó hacia atrás. Y aquel gesto marcó la diferencia, mientras yo veía a Drezner acercarse hasta mí. En un instante, todo aquello que nos rodeaba, el camino, la vegetación, los rascacielos, el cielo azulado del atardecer, la paz, la tranquilidad, todo se desvaneció, en cuestión de segundos, y únicamente vi a aquel hombre, muerto, fallecido, asesinado, frente a mi.
"Es tiempo de decidir",dijo, casi en un susurro. "Tiempo de premio al esfuerzo realizado, no ahora, sino durante toda una vida".
Sabía a qué se refería, pero me costaba reconocerme en aquella frase. Para mí, todo había sido un proceso natural. Quizás en eso residía todo. En no haberme esforzado en llegar hasta alli.
"Tienes que tomar una decisión", dijo, mirándome fijamente, como anhelando que yo comprendiese la implicación de toda y cada una de sus palabras." De ella depende todo. De esa decisión. Este es, realmente, tu momento".
Ví la mano de Drezner acercarse. Lentamente, como en un sueño. Y tocarme. No podía tocarme. Él estaba muerto, yo vivo. ¿Quería decir eso, su tacto, su mano, que yo acababa de morir, en alguna parte, en aquel hospital?.
Pronto, enseguida, supe que no era así.
Sentí la paz que nos rodeaba, que me envolvía. Paz. Por fin. Seguridad.
Y, por supuesto, tuve que elegir, y tomé una decisión, aunque , más tarde, tiempo después, supe que esa decisión ya había sido tomada tiempo antes, pues esa es mi naturaleza, mi manera , mi vida.
Elegí, por supuesto, a LA GENTE.
Y, en cuestión de segundos, esa elección supuso EL CAMBIO.
Todo aquello que nos rodeaba, se desvaneció ante mis ojos. Y, algo que conocía, aquello que me resultaba familiar, se formó ante mi. Como en un sueño hecho realidad. Mi decisión, mi capacidad para elegir, formaba parte del premio.
Sentí como viajaba. Como, en mi mente, a mi alrededor, se formaba un túnel, y el túnel me llevaba, hacia mi decisión, hacia el final, hacia la luz, y la luz no era la muerte, sino LA VIDA.
Ante mi se materializó...un volante.
Y un coche.
Y un lugar.
El pueblo.
Acababa de regresar. Justo al instante que yo había decidido.
Allí mismo.
Porque podía hacerlo, porque podía elegir, porque esa era una parte de mi premio.
Levanté la mirada hacia el frente.
Drezner.
Frente a mi.
Y yo, dentro del coche que le había atropellado, el coche que, en su momento, había sido lanzado contra él por orden de Joan.
Con todas mis fuerzas, pisé el freno.
El coche se detuvo.
El tiempo se detuvo.
Abrí los ojos, eufórico.
Drezner estaba frente a mi. Me miraba, quizás algo asustado. Tiré del freno de mano y abandoné aquel coche.
Había vuelto.
Justo al preciso instante que yo había decidido.
Saludé a Drezner, vivo, nuevamente vivo, con la mano, mientras descendía del coche, y caminé hacia él. Me miraba, extrañado, sin comprender. Por eso había podido tocarme unos minutos antes, en Nueva York. Porque yo, sin saberlo, ya había tomado mi decisión, y mi decisión había salvado su vida...y todas las vidas que me rodeaban.
El pueblo.
Estaba de nuevo en el pueblo. Faltaban semanas para la Navidad. Nadia y muchos de los habitantes de aquel lugar me miraban desde las ventanas, desde las puertas de sus casas, sorprendidos ante el frenazo del coche, ante lo que parecía un accidente que había quedado en nada.
El pasado, y con él el presente y el futuro, habían sido alterados.
Pero aún quedaba algo por hacer.
Joan.

diciembre 19, 2005

Día Setenta


La lluvia lo invade todo. Lo inunda. Las calles, las aceras, todo lo que nos rodea. Cómo si del fin del mundo se tratara, si es que esto es el mundo y si realmente se puede hablar de un “final”. Miro a Karl. Tiene la cabeza hundida entre las piernas, sentado, y se frota los cabellos rubios y húmedos, mientras oigo, entre el estruendo del agua que nos rodea, su llanto apenas perceptible.
Levanta la mirada. Supongo que la mía, en estos momentos, debe ser parecida. Resignación y dolor. Desesperanza. Desaliento.
“Sólo quería llegar”, murmura. “No he nacido para ganar, pero sí para llegar, eso es lo que dicen siempre ¿no?. El maratón es…”
No quiere terminar la frase. Recuerdo las palabras de BMW unos kilómetros atrás. Miro hacia delante. Sólo nos queda llegar hasta el puente de Brooklyn, cruzarlo, subir Manhattan y entrar en Central Park. Ahí está el final.
“Tú no deberías estar aquí”, dice Karl. “Tú tenías que ganar”.
“Me temo que nos han engañado a todos. Ni Profecía, ni Libro, ni Elegido. Este lugar, esta lluvia, mi presencia a tu lado, mientras los demás entran en Central Park, es la prueba de que no podía ganar.”
“¿Y llegar?”.
Su pregunta resuena por encima de la lluvia, por encima de mis pensamientos. Por encima de mi vida, de mis recuerdos. Mi padre, mi hermano, mi pareja, Nadia, Drezner, mi propia condición. Todo para llegar hasta aquí…Todo para conseguir que no ganase.
Puede que lo hayan conseguido, pero aún puedo caminar. O arrastrarme. Poco importa. Puedo LLEGAR.
Me incorporo. Karl me mira de reojo, y noto como si un asomo de sonrisa brotara de sus labios.
“Me voy a Central Park. ¿Te vienes?”.
Él asiente. Cojea, pero cada vez menos. Comenzamos a caminar bajo la lluvia. Puedo ver la silueta del puente de Brooklyn entre la lluvia. De los pasos cortos pasamos a un trote relajado. Poco a poco. Como si estuviéramos entrenando. Y de ese trote relajado a un ritmo un poco, tan sólo un poco más acelerado. Así, lentamente, pero mirándonos de vez en cuando, sonriéndonos cada vez que notamos cómo nuestro ritmo se acelera un poco, cruzamos el puente y llegamos cerca del Ayuntamiento. Ya estamos en Manhattan. Las calles desiertas nos abrazan, mientras corremos, cada vez más entusiasmados. Subimos tranquilamente, mientras la lluvia cesa y el cielo empieza a abrirse sobre nuestras cabezas, dando paso al azul del mediodía. No hay señalización ni nada parecido, pero conocemos el camino. El camino que nos lleva a cruzar la isla, desierta, fantasmal, en la que solamente podemos oir nuestros pasos, nuestro cuerpo, nuestros corazones.
Ya veo Central Park. Ni siquiera siento el cansancio, ni el dolor en mis piernas. Casi 55 Kms. Con un breve descanso para recordarme que , por lo menos, y ocurra lo que ocurra, puedo llegar. Podemos llegar.
Entramos en Central Park. Karl emite un sonido inesperado. Me vuelvo hacia él. La pierna le duele. Algo no está bien. Le tiendo mi mano. Corremos, ahora más lentamente, cruzando el parque. Hace sol. Y frío. Es agradable. Karl casi no puede andar. Le digo que se apoye en mi. Pasa su brazo sobre mi hombro. Caminamos juntos.
Veo la meta. Familiar, azul, y al otro lado…todos los demás. Nos observan, pero sobre todo me observan a mi. En silencio. No hay sonido alguno, salvo nosotros mismos caminando.
Casi hemos llegado. Veo a Joan, entre todos ellos. Su rostro es la viva expresión de la felicidad. Le ha llevado toda una vida llegar hasta ese momento. Como a mí. Estoy seguro de que ha llegado el primero. No me cabe la menor duda.
100 metros.
Miro a Karl. Me dice que puede seguir solo. Se separa de mí. Le veo empezar a correr de nuevo. Y yo a su lado. Despacio. Aún así, me fijo en su rostro, de reojo. Sonríe, sin dejar de mirar hacia la meta. Es la viva expresión de la felicidad. Va a llegar.
Reduzco el paso. Él ni se da cuenta. Sigue corriendo como puede, y realmente la pierna le duele, pero sigue. Sigue y sigue y cruza la meta extendiendo los brazos. Y yo, después.
El último.
Joder, de lo único que tengo ganas en estos momentos es de reír. Vaya ironía. “El último”. Después de todas las molestias que Drezner se ha tomado, después de que esa Profecía dijera que yo era el Elegido…efectivamente, soy el Elegido…para llegar de último en mi primer maratón.
Silencio.
Es entonces cuando empiezo a oír el sonido. Lo conozco perfectamente. Aplausos. Aplausos. Levanto la mirada. Todos aplauden mientras empiezan a rodearme. Sus manos me dan palmadas en la espalda, me sonríen. Karl hasta me abraza. Parece que ha resultado toda una fiesta el hecho de que yo haya llegado el último.
“Te equivocas. Tu llegada es la Celebración”.
Conozco la voz. Drezner. Llega hasta nosotros, se abre paso. Joan también está a mi lado. Y todos los demás nos rodean.
“Puedes llamarlo como quieras, pero no vas a disfrazar el hecho de que aquí hay un ganador…y el resto”.
La frase de Joan no deja de ser cierta.
“Tú lo has dicho”, reconoce Drezner. “Tenemos un ganador…y al resto de participantes. Pero tú no eres el ganador”.
Juraría que Joan ha palidecido en décimas de segundo.
“¿Qué carajo insinúas, viejo?”.
Drezner se planta frente a él.
“Tú has llegado el primero, pero no has ganado. Después de todo lo que has hecho, lo que has planeado, tramado durante toda su vida, ¿de verdad creías que con llegar el primero ganarías?. Eso no habría sido justo. Tu única posibilidad de victoria era que él NO LLEGASE A LA META. Y era una posibilidad muy alta. De hecho, era casi seguro que no llegaría. Pero hubo algo con lo que no contaste. Durante todo este tiempo, desde que empezaste a planearlo todo contra tu hermano, te olvidaste de algo, de lo más importante. Karl, ese joven al que tu hermano ayudó, representa todo aquello que tú olvidaste y despreciaste. Tu hermano no llegó a la meta para vencer, ni tan siguiera para llegar él mismo. Llegó porque era la única manera de ayudar a Karl a hacerlo. Y eso le ha convertido hoy en El Ganador”.
Creo que me voy a desmayar.

diciembre 14, 2005

Día Sesenta y Nueve



Muy pronto llegaré a Brooklyn, después de haber cruzado Queens. No sé cuanto tiempo llevo corriendo, pero debo andar cerca de los 25 kilómetros. No lo podría asegurar. La soledad es horrible. La mítica sensación de ánimo, de empuje, de buenas vibraciones, que acompañaría normalmente a cualquier maratoniano en la carrera de Nueva York no tiene nada que ver con esto. Esto es la desolación absoluta, corriendo por barrios abandonados, como en esas películas en las que ha caído la bomba y los humanos han desaparecido, dejando únicamente sus construcciones para el recuerdo.
Empiezo a tener , a sentir, algo parecido al miedo. No alcanzo a ver al pelotón. Se que corren allá, delante, en alguna parte, pero mi vista no les alcanza. Necesito correr más rápido, recuperar el tiempo perdido, pero no parece posible. Y es entonces cuando el miedo puede conmigo, el miedo que hace que mis piernas no respondan, que sienta mi corazón queriendo abandonar el pecho.
Esto no pinta nada bien.
Es entonces cuando le veo. De espaldas a mi, caminando. Un hombre. Extrañamente familiar. Viste gabardina oscura, alto, camina en silencio. No puedo oír sus pasos. Le alcanzo. Vuelvo la mirada. Y entonces le reconozco.
BMW.
Realmente, en este lugar solamente estamos los que fuimos destinados a correr…y los muertos. BMW me sonríe, como si pudiera leer mis pensamiento. Empieza a correr a mi lado, como si fuera lo más natural hacerlo. No parece costarle demasiado. Quizás sea una ventaja de estar muerto. No necesitas calzado especial para correr.
“Deberías empezar a pensar en dejarlo, amigo mío”, dice, sin perder el aliento. “Ellos no lo merecen”.
Ellos. ¿A quiénes se refiere?.
“Piensa un poco. ¿Recuerdas algún momento en el que te echaran una mano? ¿Recuerdas que realmente haya valido la pena ayudar? Todo esto no tiene sentido, amigo mío. Son un mundo de desagradecidos, no se puede confiar en nadie. Asi que…¿vale realmente la pena todo esto?”.
Tengo miedo de que haya algo de verdad, de razón, en sus palabras.
“Padres, amigos, hermanos, hijos, conocidos, desconocidos…nadie ayuda a nadie…nunca”.
Aprieto el paso, dejándole atrás, no sin alguna dificultad. Le miro de reojo. Tiene entre sus manos un cartel con grandes números en negro, y me sigue sonriendo. “KM 30”.
Ya estoy en el km. 30. Pero me siento como si hubiera corriendo doscientos. Esto es el fin. Las piernas me flaquean. Mi entrenamiento, mis dotes de corredor…nada sirve aquí abajo.
No quiero correr. Ni siquiera quiero ser un elegido, el elegido, o como cojones se le llame a lo que yo soy. Quiero volver, y quiero desaparecer. Drezner no está, Nadia no está. El pueblo ha desaparecido, SegCom es solo un recuerdo, todo es dolor. Dolor, y pena, y nada de lo que yo haga o desee podrá cambiar eso.
Nada de esto tiene sentido.
Es entonces cuando me encuentro con Karl. El joven ruso, o de algún pais del Este, no sé de donde. Sentado en el borde de una acera. El rostro lleno de lágrimas. Ahora parece más un niño que un hombre. Se frota una pierna.
“No puedo seguir”.
Sigue llorando.
Busco al pelotón en el horizonte. Nada. Seguramente, ya habrán llegado a la meta. Al menos, Joan seguro que ya está allí. No he ganado. No puedo ganar.
Escucho el sonido del trueno. Levanto la mirada. El cielo cubierto estalla sobre nosotros, y una inesperada lluvia cae sobre nuestras cabezas y nuestros cuerpos, como pequeños látigos que me golpean la piel.
Me detengo. Me dejo caer, sentándome al lado de Karl.
Los dos, derrotados.
Si yo era realmente el Elegido, ahora ya está claro que eso no ha servido para nada. Que Joan haga con el mundo, con el Futuro, con lo que sea que el Elegido pudiera hacer, lo que le apetezca. Seguro que no será un mundo peor de lo que ya es.
Dejo caer mi cabeza sobre el desesperanzado Karl, y sin poderme contener, me uno a su llanto, sintiendo como mis lágrimas se entremezclan con la lluvia.

diciembre 13, 2005

Día Sesenta y Ocho



En el puente de Queensboro, el silencio es absoluto. El leve murmullo del mar, allá abajo, es lo único que me acompaña. Eso, y el sonido de las pisadas, constante….y cada vez más alejado, allá, frente a mi.
No quiero engañarme, pero esto comienza a ponerse difícil, y cada vez que levanto la mirada, se me antoja más y más difícil. Y eso que, literalmente, acaba de comenzar. Acabamos de comenzar.
Sus pisadas se siguen alejando.
Es entonces cuando empiezo a distinguir los cuerpos. A lo lejos. Entre el pelotón que corre delante, perdiéndose en la aparente inmensidad del puente, y mis cada vez más cansadas piernas.
Y empiezo a oír los aplausos. Llegan hasta mi, pero son aplausos huecos. Como cuando golpeamos dos cajas vacías. Puedo distinguir algo más.
El olor.
Es entonces cuando empiezo a distinguir sus cuerpos. Inclinados a ambos lados del puente, me aplauden. Están ardiendo. Cuerpos medio carbonizados, sus ojos inyectados en fuego, aplauden a mi paso. Siento su dolor, el vacío de su desaparición. Les conozco. Aunque no puedo distinguir sus rostros, sé que les conozco. Son los habitantes del pueblo.
He paseado con ellos. Hombre, mujeres…y niños…
Sus almas incandescentes han venido a…¿animarme? ¿Recordarme lo ocurrido? ¿Maldecirme quizás?.
Siento que mis ojos se llenan de lágrimas. No tiene nada que ver con el frío en el puente. Son lágrimas, ya no únicamente de dolor, sino también de impotencia, de desesperación. Ocurra lo que ocurra, no hay marcha atrás, no puedo desandar lo andado. Ellos han muerto. Asesinados. Cruelmente. Todo…para conseguir esto. Han venido a mi, en un plan astutamente elaborado…para que yo pudiera verlos ahora…y para que ocurriera lo que está ocurriendo.
Siento que mis piernas están cada vez más cansadas. No he pasado del kilómetro 14, pero el cansancio me puede. Intento seguir corriendo. Los aplausos de las almas ardientes se alejan de mi, y me froto los ojos con el antebrazo, intentando apartar su recuerdo. Mi mente ha sido dañada. Parece imposible que alguien pudiera elaborar un plan de una manera tan perfecta. El conocimiento que Joan posee de este lugar de la existencia, si es que podemos llamarle así, es prácticamente total. De alguna manera, quizás después de años y años de estudio, ya no solamente por su parte, sino por todos aquellos que han pertenecido a La Cruz, ha llegado a conclusiones, o puede que simplemente haya creido que la posibilidad de que esto ocurriera era suficiente como para hacer lo que hizo.
Seguro que, en su cabeza, eso es una excusa suficiente para haber asesinado a cerca de doscientas personas.
Rabia.
Siento Rabia y mientras ese sentimiento crece en mi interior, mis piernas comienzan a responder de nuevo. No puedo ver el pelotón, pero sé que están allá, a lo lejos, en alguna parte, y sé que puedo alcanzarlos.
Tomo aire y empiezo a acelerar, lentamente, pero con seguridad.
Quizás con una falsa seguridad, pero poco a poco empiezo a recuperar la fuerza perdida.
El puente se está acabando.
Queens está allí, esperando, y kilómetros y más kilómetros.
Puedo hacerlo.
¿A quién quiero engañar?
He perdido mucho tiempo. Me llevan mucha ventaja. Joan me lleva mucha ventaja. Es imposible.
Aún así, tengo que seguir corriendo.
Tengo que llegar.

diciembre 12, 2005

Día Sesenta y Siete



Dios, correr es lo mejor del mundo.
Ahora comprendo, entiendo, el porqué de todo este entrenamiento. Me siento fuerte, feliz, seguro, siento que puedo hacer lo que quiera y llegar hasta el fin del mundo si hiciera falta. Siento que podría dar mil vueltas a esta ciudad, hacer 51 veces 51 kilómetros y aún así me seguiría sintiendo fuerte y seguro, percibiendo todo mi cuerpo, los latidos de mi corazón, el aire helado en mis entrañas…
A mi alrededor, ellos también corren. Mi mirada busca a Joan. Solamente él me preocupa. Los demás lo saben también. Es como si se sintieran partícipes de algo más grande que todos nosotros, algo para lo que han sido entrenados, para lo que se han estado preparando, quizás durante toda su vida, con el objetivo de estar aquí. Quizás esta sea la oportunidad de su vida, quizás realmente todos y cada uno de nosotros tengamos la misma oportunidad de ganar. Quizás con llegar sea suficiente.
No puedo ver a Joan. En la salida, hace unos minutos, iba por delante. Y ahí debe seguir. Le busco entre todos los cuerpos de hombres y mujeres, pero no resulta fácil. Me preocupa.
Llevamos unos 6 km y nos estamos acercando al puente de Quennsboro. Todo transcurre con relativa tranquilidad, aunque noto que corro mejor que nunca, que voy fuerte y que…
“Ahí lo tienes, mala puta”.
Conozco esa voz. Siento un escalofrío recorriendo mi espalda. No puede ser. Ahora no. Por favor. Ahora no.
Me vuelvo hacia el origen de la voz. Es Él. Y está con mi madre. Puedo verlos a ambos. Ella, con el sufrimiento marcado en la mirada. Recuerdo ese dolor que siempre parecía acompañarla. Y él, todo orgullo y prepotencia. Desde luego, no se parece en nada al hombre que vi morir en el Hospital. No. Este es otro. Este es el Don Manuel que yo no conocí, el que desapareció prácticamente al nacer yo y volvió cuando mamá ya había fallecido.
Pero sus miradas no se dirigen hacia mi. Las sigo. Es entonces cuando localizo a Joan. Saluda a mi padre. Se sonríen. Y la mueca de dolor y rabia se acentúa en el rostro de mi madre.
Así que esto es lo que ocurría antes de nacer yo. Él, con un favorito fuera de casa, y ella sabiéndolo y sufriendo.
Y aún así, aceptó tenerme a mi, tenerme de alguien que la trataba como a…
Busco aire.
No lo encuentro. Siento que mi paso se aminora. ¿Qué está ocurriendo?
Recuerdo entonces las palabras de Drezner.
La mente.
Mi mente.
Vuelvo a buscar la mirada de mi padre antes de entrar en el puente. Y la encuentro. Y, en ella, una dolorosa mezcla de rabia, de odio, de odio hacia mi, hacia su hijo.
Siento que mi fuerza y mis pasos se desvanecen a cada instante, a cada segundo.
Ahora es cuando empiezo a comprender lo que este maratón realmente significa.
No se trata de la prueba física por excelencia. Si solamente fuera eso, incluso tratándose de 51 km, podría con ella.
No. Es algo mucho peor.
Se trata de una carrera contra mi mismo.

diciembre 07, 2005

Día Sesenta y Seis



Todo el mundo, y yo con ellos, se dirige hacia el norte. Caminamos tranquilamente. Es curioso, pero puedo sentir que hace un tiempo ideal. Buena temperatura, cielo azul claro y limpio…Creo que hoy es el día perfecto para correr en Nueva York. Miro a mi alrededor. Los hombres y mujeres que me rodean, que se mueven conmigo, o más bien, a los que sigo y acompaño, son realmente diferentes entre sí. Hay japoneses, occidentales, blancos, negros, sudamericanos, ingleses, alemanes, rusos…Creo que, si me detuviera exactamente a examinarlos uno a uno, descubriría que quizás haya aquí una buena representación, por no decir una representación absoluta de los habitantes de la Tierra.
Es entonces cuando divisamos la SALIDA. Un gran rectángulo azulado, con el reloj digital sobre nuestras cabezas. Otra vez, una vez más, y ya he perdido la cuenta, echo un vistazo a mi alrededor. Las calles vacías. Los grandes ventanales, sin nadie en las oficinas o los apartamentos. Los coches aparcados en las calles desiertas…Únicamente nosotros…nada más. Un par de cientos con el mismo dorsal, dispuestos a correr.
“Estamos vivos, verdad?”
Me vuelvo ante la frase. Un hombre de unos 40 años, bolsas negras bajo los ojos, muy delgado y atlético, que me sonríe.
“Eso creo”, asiento. “Eso espero”.
“Me llamo Karl. Karl Stanioslev. Supongo que tú también llevas mucho tiempo preparándote”.
No sé que responder ante esto. Realmente, no puedo decir cuánto tiempo es “mucho tiempo”. Ahora, se me hace una eternidad, y apenas puedo recordar aquel día en que la rueda comenzó a girar, aquel momento en el que abrí mi e-mail y me encontré con aquel correo ahora tan lejano…En cualquier caso, si no hubiera sido así, habría sido de otra manera. Ahora sé con seguridad que esto tenía que ocurrir, que de una u otra manera, yo habría llegado aquí.
Nos vamos situando en el punto de partida. Aquí no hay calificaciones por tiempos ni nada de eso. Estamos preparados para correr. Karl me hace un ademán, un gesto de “suerte” y yo le respondo con una sonrisa. Me mira un instante más de lo normal. Se vuelve hacia una mujer que se ha situado a su lado. Ella le comenta algo. Me vuelve a mirar, ahora con otros ojos, como si me reconociera de algo. Y la sonrisa se hace aún más grande. No lo comprendo hasta que otra mujer se sitúa cerca mía y la oigo hablar con otro hombre.
“Este es el definitivo, el último 32 de Diciembre. Y Él ya está aquí”.
Y ambos me miran de reojo. Y otra vez esa sonrisa.
“Para nosotros también es una liberación”, dice otro hombre. “Por fin la Carrera Eterna llega a su Fin”.
Intento asimilar los conceptos, pero creo que ni con 100 vidas llegaría a comprender todo lo que ocurre a mi alrededor. Sólo se que tengo que correr y ganar. Y no parece fácil. Me gustaría sentirme más seguro de lo que me siento. Me gustaría sentir “algo” de seguridad. No creo que ninguno de los que me rodean haya visto como su vida era usada, manipulada, alterada, moldeada al antojo de otros con el único objetivo de mermar su determinación, con el único objetivo de decidir el destino de…
De…
Un hombre aparece desde alguna parte y se sitúa muy cerca de la salida. Alto, fuerte, lleva una pistola en la mano. Siempre he leído que aquí la salida la marcaba un cañonazo. Supongo que no habría resultado muy adecuado. El hombre tiene los cabellos algo rubios, rizados, y viste una especie de túnica blanca…y sandalias. Unas simples sandalias algo rotas, de esparto, con tiras de cuero que…
No puede ser. No puede ser él. Aunque aquí, sea esto sueño o realidad, quizás todo sea posible.
Todos miran al frente. Y entonces mi mirada se encuentra con Joan. Se ha situado unos metros por delante, y su cabeza se vuelve, y veo su sonrisa. No se parece en nada a la sonrisa que he visto en los otros corredores.
Aunque el mundo se termine este 32 de Diciembre, sólo espero tener la oportunidad de hacerle pagar por lo que le hizo al pueblo, y a Drezner y Nadia.
La pistola del hombre que da nombre a esta carrera se eleva hacia el cielo.
Tomo aire. Las manos me sudan.
Tengo la boca seca. Y me he bebido toda la botella del líquido de Drezner.
El silencio nos envuelve.
“Todos apostamos por ti”, oigo a mis espaldas.
Suena el disparo, como si de un cañonazo se tratara.
Empiezo a mover las piernas. Responden. Todo está en su sitio. Todo está como tiene que estar.
Corro.
Hacia la Meta.

diciembre 06, 2005

Día Sesenta y Cinco



Atravieso la puerta. Dicen que un poco de tensión antes de una carrera es incluso conveniente. Dispara tus sentidos, te mantiene alerta, te impulsa durante los primeros kilómetros, dándote ánimos. Los nervios son un estado mental, al fin y al cabo.
Un poco de tensión.
La luz blanca se atenúa lentamente. Y entonces puedo sentir la brisa en mi rostro. Mis ojos tardan unos segundos en acostumbrarse al cambio de luz. Es entonces cuando siento su presencia. Me vuelvo hacia ella.
Nadia.
También a ella la vi muerta. Unos días atrás. Hace una semana. En el pueblo. Y ahora está aquí, sonriente, cálida, más viva que nunca. Y lleva algo en la mano. Conozco esa botella. Miro hacia el interior del Hospital. Pero no puedo ver nada. Busco a Drezner. Nada. Nadia me sonríe y deja la botella en el suelo. Me agacho. Tomo la botella y bebo.
Bebo.
Oh, Dios, que maravilla. Cómo echaba de menos este sabor….
Al terminar de beber, lentamente, mi mirada desciende desde el limpio y azulado cielo. Es entonces cuando distingo la forma familiar. Miro a mi alrededor. La gran avenida está desierta. Completa y absolutamente desierta. Además, no tiene sentido. El maratón nunca ha partido de esta avenida. Todo el que corre y entrena para un maratón, sabe que éste sale del puente…
¿A quién quiero engañar? Lo más probable es que ni siquiera esté vivo. Lo más probable es que todo esto sea un juego de la mente, un engaño. Así las cosas, ¿que importa si esto es posible o no?
Por lo menos, voy a disfrutarlo.
El edificio Chrysler. La Quinta Avenida. Desde aquí puedo ver la Trump Tower. La gran avenida se pierde a lo lejos. Y no veo a nadie. El desierto absoluto. Y el silencio. Me vuelvo hacia Nadia, buscando una explicación.
“¿Recuerdas?, me dice. Habíamos decidido venir juntos. Yo nunca he estado, y para ti es La Ciudad.”
Ya no me cabe la menor duda. Estoy muerto.
55 kilómetros.
Nueva York.
Esto supone correr mucho. Cruzar muchos puentes. Atravesar muchas avenidas. Y Central Park. Y…
“¿Todo listo, hermanito?”.
El pulso se acelera. Me vuelvo hacia el origen del sonido. Joan. No parece el Joan que conozco. Parece…más joven. También se ha preparado. Zapatillas, pantalón corto, dorsal…El 001…como yo.
Sonríe mientras ve como me doy cuenta de la coincidencia.
“Aquí todos llevamos el mismo dorsal, hermanito”
¿Todos?
Es entonces cuando me percato del murmullo. Otros corredores y corredoras hacen su aparición. Algunos se miran el dorsal y a si mismos, sorprendidos. Otros parecen más seguros de si mismos. Y también se miran entre ellos, sin comprender, o tal vez comenzando a comprender.
“Aquí todos tenemos una historia. Una historia que nos ha traido hasta este preciso momento. Algunos se habían preparado, pues conocían de la existencia del Libro y de la Profecía. Otros no creían, pero desde siempre han sabido que existía el 32 de Diciembre. En cualquier caso, al final solamente uno de nosotros se llevará el premio. Y el poder que ese premio conlleva”.
Nadia está muerta. Y Drezner también. ¿Lo está Joan? ¿O ellos? ¿O yo?.
Miro a Nadia y ella se acerca unos pasos. Como Drezner , hace ademán de intentar tocarme, pero sabe que no puede. Como Drezner. Es entonces cuando siento una mano en la mía. Un roce. Enseguida echo mi mano hacia atrás. Joan me mira, sonriendo.
Me ha tocado.
“Tranquilo, hermanito. Solo quería desearte buena suerte”.
Me ha tocado. Él puede hacerlo. Nadia y Drezner no.
Los muertos no pueden tocar a los vivos.
Estoy vivo.
Cómo si me leyera el pensamiento, Joan me guiña un ojo, y una mirada de provocación surge de ese rostro que no quisiera odiar pero odio.
“Si estás vivo, demuéstralo. Aunque ya sabes que tienes la partida perdida.”.
Tal vez pueda demostrarle que se equivoca.

diciembre 05, 2005

Día Sesenta y Cuatro



Caminamos por los pasillos del Hospital. Me da miedo preguntar o intentar averiguar hacia dónde. Miro de reojo a Drezner. Está tal y cómo le recuerdo. Parece vivo. Pero yo sé que no es así. Le vi muerto. Está muerto.
¿Lo estoy yo también?
“No lo estás. Estás en coma, en la habitación de un Hospital. Pero no vamos a dejar que una minucia como esa te impida encontrarte con tu Destino, verdad?”.
No sé que responder. Drezner detiene el paso y yo con él. No hay sonidos en el Hospital. Realmente, podríamos encontrarnos en medio del espacio, de la nada absoluta, sino fuera por el “decorado” que nos rodea.
“Te has estado entrenando durante muchas semanas. Para correr, ¿recuerdas?. Pues ha llegado el momento de que te enfrentes a tus rivales”
¿Mis rivales?.
“Vienen de todas partes. De todo el mundo. En realidad, solamente tienes que preocuparte de uno de ellos. Todos los demás saben que no tienen ninguna oportunidad, pero también saben que tienen que correr. Y están deseando hacerlo. ¿Sabes porqué? Porque están aquí para hacerlo. No hay mayor dicha para ellos que este momento para el que se han estado entrenando…incluso durante años”.
Intento comprender, pero me cuesta. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Sólo correr? ¿En eso consiste todo? ¿Ganar una carrera para la que se supone que he sido predestinado? ¿Hacer que una extraña Profecía se cumpla y conseguir a cambio un premio que todos desconocen, del que habla un Libro en una lengua que nadie entiende?
Definitivamente, tengo que estar muerto.
Drezner sonríe, y entonces me doy cuenta de que no he dicho una palabra. Pero él sabe de mis pensamientos. No necesito hablar para comunicarme con él.
Muy bien. ¿Qué sentido tiene, si estoy en coma en una cama de un Hospital, que me haya entrenado para correr? Si todo esto transcurre en algún punto de mi mente…¿para qué entrenar?
Otra vez esa sonrisa casi condescendiente.
“Tu entrenamiento no ha sido solamente físico. Es lo que siempre te decía, ¿recuerdas?. Ese entrenamiento físico al que estabas sometido no era más que el envoltorio para entrenar algo mucho más poderoso que tu cuerpo”
Mi mente.
“Exacto, asiente. Tu mente. Lo único que cuenta en una carrera, en esta carrera, en este Maratón”.
Así que se trata de eso. Un maratón. Nunca imaginé que mis primeros 42 kilómetros y 195 metros fueran de esta manera, la verdad.
“Y no lo serán, interrumpe mis pensamientos. No sé cómo serán tus primeros 42 kilómetros y 195 metros en una competición. Eso quizás lo averigües algún día. Hoy, descubrirás como será tu primera carrera de 51 kilómetros y 335 metros. La más importante de tu vida.”
No estoy preparado para correr esa distancia. ¿De dónde han sacado esa distancia tan arbitraria? No entiendo nada.
“No te voy a relatar una vez más el nacimiento del maratón como tal. Estoy seguro de que lo sabes de sobra. Lo único que te voy a decir es que esa distancia, la que hoy vas a correr, es la distancia exacta que Filípides corrió para avisar de la victoria en la batalla de maratón. No la distancia que se impuso en los juegos de Londres para que la Reina de Inglaterra pudiese ver la llegada tranquilamente. Te hablo de la distancia real. Exacta. No podíamos hacerlo de otra manera. Las reglas son las reglas. Y ya hace muchos siglos que se celebra esta Carrera.”
¿Cómo puede saber alguien la distancia exacta que corrió Filípides hace miles de años para…?
Vaya.
La saben. Para qué me voy a preocupar. La sabe. Seguro.
El pasillo termina a poca distancia de nosotros. Me miro. Llevo mi dorsal, mi equipamiento, aunque no recuerdo haberme vestido. Y, frente a mi, una gran puerta de cristal. Siento que la Carrera me espera al otro lado. Drezner asiente. No puedo ver lo que hay más allá.
Drezner hace ademán de apoyar su mano en mi hombro. Pero la retira enseguida. Por alguna razón que no comprendo, no me puede tocar. Pero su mirada me lo dice todo.
“Es hora de correr, hijo mío”.
Tomo aire, y asintiendo, sonriendo de puro nerviosismo, camino hacia la puerta de salida del Hospital. Una luz intensa, que me impide ver lo que hay más allá, me aguarda al otro lado.
Y mi Destino.

noviembre 30, 2005

Día Sesenta y Tres


Abro los ojos.
El lugar me suena, pero no sabría decir de qué. No puedo mover la cabeza. No puedo ver más allá de la pared que hay frente a mi. Y, en la pared, solamente puedo ver un reloj, y sentir su “tic-tac” acompañándome. Una pared blanca y un reloj oscuro. Y, aún así, presiento que el lugar, el ambiente que me rodea, si es que algo me rodea, me es familiar.
Una persona aparece. Un hombre. Con bata blanca, acompañado de una mujer, también con bata blanca.
Estoy en un Hospital.
El hombre me mira y me habla, pero no puedo comprender nada de lo que dice. No alcanzo a oír sus palabras. Niega con la cabeza mientras mira a su compañera, ayudante, lo que sea. Abandonan la habitación. Simplemente, desaparecen de mi alcance. No puedo moverme. Y ahora me doy cuenta. No siento nada. Piernas o brazos, o respiración.
Estoy total y absolutamente inmóvil.
Y, frente a mi, el reloj que avanza lentamente.
Cierro los ojos. No sé cuanto tiempo ha transcurrido cuando los vuelvo a abrir. Son las once y está oscuro. Una enfermera aparece y hace algo sobre mi cabeza. Un momento. Un nuevo sonido. Además del tic-tac del reloj.
Conozco esos agudos “bips”.
Es mi corazón. La máquina que monitoriza mi corazón. Puedo oírla también.
Y nada más.
Cierro los ojos.
Ya es de día. No sé cuanto tiempo ha pasado. Me gustaría saber si han pasado dias o semanas o meses. Y qué ha sido del pueblo, y de Joan, del mundo que conozco. Ni siquiera se si estoy vivo. Esto puede ser algo parecido a una alucinación. Tal vez me estoy muriendo, y esto es lo que ocurre cuando alguien se muere, el paso intermedio entre este mundo y el otro, si es que hay otro mundo esperando.
Una figura aparece en mi campo de visión. Es una mujer. Una de las enfermeras. Lleva un gorro de Papa Noel, y un matasuegras. Otra chica aparece detrás, con serpentinas y una copa de champagne. Y más gente. Tantos que ocupan todo mi espacio. Sonríen, aunque en alguna de las chicas veo tristeza.
Sobre sus cabezas puedo ver el reloj. Las once y media.
Noche.
Es Fin de Año.
31 de Diciembre.
No estoy muerto. Estoy en un Hospital. Estoy vivo. Joan me ha disparado. Estoy en coma, quizás, o algo parecido.
La habitación se vacía. La celebración se traslada a otra parte. Una de las chicas me da un beso antes de irse. Su rostro se acerca al mío. Pero no puedo sentir el beso, ni sus labios o su piel.
Sólo puedo mirar el reloj.
Las doce menos cinco.
4
3
2
1…
No ha ocurrido nada. Lo sabía. Estoy atrapado en una habitación de hospital para el resto de mi vida, y todo a cambio de nada.
De nada.
Un momento.
El “bip” de mi corazón. No puedo oirlo.
El reloj no se mueve. Ha pasado un minuto, o quizás más, pero el reloj permanece detenido en las doce en punto.
Y entonces siento algo sobre mi cuerpo. SIENTO mi cuerpo. Algo se mueve sobre él. Despacio. Ya no hay tic –tac. Ya no hay sonidos. Solo esa sensación en mi cuerpo. Conozco esa sensación.
Sonrío, y puedo “sentir” mi sonrisa.
El gato, el mismo gato que viera en el pueblo, aparece caminando sobre mi cuerpo, hasta llegar frente a mis ojos, y después se tumba. Y, mientras lo hace, puedo ver como, poco a poco, aumenta la claridad en la estancia. El gato me mira y comienza a lamerse tranquilamente.
Una luz inesperada lo envuelve todo. Pero no me hace daño en los ojos.
La puerta de la habitación se abre. Muy, muy despacio. Conozco a la persona que está al otro lado, que se asoma y me sonríe, mientras con su mano me indica que me incorpore y le siga.
Drezner.
Tal vez esté muerto.
O no.
La otra explicación es que “esto” es el 32 de Diciembre.
Me incorporo en mi cama, y entonces lo veo, a mis pies. Mi equipo. Mis zapatillas, mis guantes, mi pantalón, la camiseta y un dorsal. Un dorsal. El 001.
Drezner me vuelve a animar para que haga lo que tengo que hacer.
Esto tiene que ser el 32 de Diciembre.
Y tengo algo que hacer.
Correr.

noviembre 29, 2005

Día Sesenta y Dos



“¿Qué has hecho, por el amor de Dios?”.
Joan me miraba desde más allá de donde yo podía alcanzar a vislumbrar. Desde un lugar que solamente él conocía. Desde ese lugar al que yo tenía, tendría que acceder en algún momento. Quizás, sospeché, temí, desde otro mundo.
“Después de todo esto, tal vez sea ya hora de quitarnos la careta, hermanito”. Mientras me llamaba “hermanito” su mano abarcó con un gesto todo lo que le rodeaba. Llamas, dolor, gritos, cuerpos carbonizados, gente huyendo…muerte.
“Se acerca el momento, y creo que ya estás preparado. De hecho, esto que nos rodea, toda esta gente, todo eso que tu pequeña mente llama “muerte”, sigue siendo una parte del camino que tenías que recorrer. Ese mismo camino que te llevó desde el mismo día de tu nacimiento hasta hoy, hasta aquí, hasta ahora”, señaló con ambas manos el suelo nevado que nos rodeaba, y mientras hablaba aquella sonrisa había ido desapareciendo de su rostro, dando paso a, quizás, un atisbo de rabia y odio en su mirada. “Estaba escrito que aparecerías algún día, hermanito. Es de esas cosas que La Cruz sabe desde que es Cruz. Dicen que el Libro, este Libro, lo profetiza. No puedo saberlo. Nadie puede saberlo. Nadie entiende lo que el maldito Libro dice. Pero algo es cierto en todo esto. Si tú ibas a ser una realidad, si esa Batalla, esa Carrera que está escrita desde el principio de los siglos, iba a tener lugar, y si tú eras el que finalmente iba a ganarla, yo tenía que asegurarme de que, a pesar de todos los esfuerzos de La Cruz, eso nunca ocurriera”.
Negué con la cabeza, sin comprender.
“¿Porqué?”.
Joan dio un paso hacia mí. Cada vez, la distancia que nos separaba era menor. Y, a cada segundo, podía ver, ahora con absoluta claridad, el odio en sus ojos encendidos en el mismo fuego que nos rodeaba.
“Porque en esa Carrera tienes un rival, hermanito. Un rival del que la historia no se ha preocupado. Un rival que será el Vencido. Un rival que, desde el principio, tenía una pequeña posibilidad de vencer. Lo único que yo podía hacer era minimizar tus posibilidades. La profecía, por llamarla de alguna manera, dice que el elegido es alguien especialmente dotado, y que conocería a alguien que le prepararía para su Carrera Final. La profecía dice que llegado el momento, su entrenamiento será perfecto. Pero todos sabemos de qué se compone un entrenamiento, verdad, hermanito?”.
Drezner siempre lo decía: “Cuerpo y Mente”.
“Exacto. Tu cuerpo es una máquina de precisión. Yo sabía que no podría hacer nada en contra de eso. Así que tuve que encargarme de que tu mente no estuviera todo lo afinada que debiera estar. ¿Qué tal lo he hecho, hermanito?”.
Me tambalee cuando dio un nuevo paso hacia mi. No quería tenerle cerca. Los gritos y llantos que me rodeaban parecían querer envolverme con el dolor de todas aquellas personas. Joan hablaba casi a gritos, y yo no quería comprender lo que realmente quería decirme. No quería, pero lo estaba comprendiendo.
“Así que me encargué de entrar a formar parte de La Cruz, gracias a mi padre, a NUESTRO padre. Y de que me presentase a Drezner. Y de que, antes de que le conocieras tú, conocerle yo. De guiar tu vida en la medida de lo posible. Y sabes lo mejor de todo? No resultó nada difícil. Hasta cierto punto, tenía la mejor ayuda que se puede desear. Porque yo era su favorito. Pero eso es algo que tú ya sospechabas desde hace unas semanas, ¿verdad?. Por eso estuvo conmigo y no contigo. Por eso, cuando le tocó morir, lo hizo delante de tus narices, para verte sufrir, para marcar una nueva mella en el revolver que los dos, desde siempre, hemos ido disparando contra tu mente. Yo era el favorito de papá. Siempre lo fui. Porque él, desde siempre, prefirió que no fueras tú el elegido. No soportaba a esa que después fue tu madre. No soportaba que fueras tú aquel del que hablaba la Profecía. Y, desde dentro de La Cruz, se encargó de promoverme hacia niveles superiores. Y así fue como llegué hasta donde he llegado, y así fue como pude guiar tu vida, hacer que conocieses a la que fue tu esposa, que cayeras después en el más absoluto Caos, que conocieras a Nadia, que poco a poco te fueras acercando a aquello para lo que estabas destinado. No podía evitar que tu cuerpo fuese el elegido, pero sí que tu mente estuviese a la altura.”
En aquel momento, la puerta de mi casa, un poco más arriba de donde estábamos, se abrió. Uno de los hombres de Joan asomó al exterior. Nadia le acompañaba. Pero no era Nadia. Solamente su cuerpo. Ella ya no estaba allí. Su mirada vacía de vida se perdía muy lejos de donde estábamos.
Negué, mientras sentía mis ojos llenarse de lágrimas. Caí de rodillas en la fría nieve. Y entonces, en aquel preciso momento, comprendí el alcance de los planes de Joan. Yo estaba solo. Mi padres se había ido. Y mi madre. Y nadie me respaldaba. Drezner ya no estaba. Y yo estaba seguro de que su muerte no había sido un accidente. Y ahora Nadia, después de haber llegado a amarla, yacía muerta a unos pocos pasos. Dios, y toda aquella gente, todos ellos, muertos, asesinados, carbonizados por la decisión de un loco, y solamente con un único objetivo. Romper mi voluntad y convertirme en lo que era en aquel preciso momento.
Sentí que ya no quería correr. Realmente, ya no había ninguna razón para hacerlo. De hecho, tampoco encontré una verdadera razón para luchar o para vivir, ni tan siquiera para lo que siempre había sido mi sueño. Correr.
Sólo quería dormir y no despertar nunca más.
Los gritos habían cesado lentamente. Solo podía escuchar el viento en los árboles, y el horrible aliento de la muerte a nuestro alrededor.
Joan llegó hasta mí, y desde mi posición de Caído, solamente alcancé a preguntar una última cosa.
“¿Porqué?”
“¿Pero aún no lo entiendes, hermanito?. Ha llegado el momento, la hora de la Batalla se acerca, y tienes que enfrentarte a tu rival. Y yo soy tu rival.
Levanté la mirada. Joan sonrió. En su mano pude ver el revolver. El cañón apuntandome directamente. Oí el disparo. Y nada más.
Solo oscuridad y silencio.
Y después, abrí los ojos.

noviembre 28, 2005

Dia Sesenta y Uno



Es difícil explicar cómo transcurre el tiempo, cómo literalmente vuela. Su verdadera relatividad nos es mostrada cuando nos encontramos inmersos en una aventura que escapa a nuestra comprensión, que nos lleva hacia un destino desconocido, que nos roba los minutos, que nos hace sentir que no tenemos tiempo para sentir.
El frío de la montaña dió paso a un frío mayor, y ese frío dió paso un día a los primeros copos de nieve, y esa nieve se convirtió en dos palmos de espesor. Correr por la montaña, hundiendo los pies en esa nieve, hace que tu perspectiva de un entrenamiento cambie, convirtiendo el simple hecho de pasar un par de horas corriendo en un acto extenuante. Y si a eso le añadimos el dolor de sentir el aire frío en los pulmones...
Diciembre transcurrió con velocidad inusitada. Sorprendentemente para mi, en el pueblo se empeñaron en celebrar la Navidad. Nunca he sido muy amigo de ese tipo de celebraciones, y no recuerdo una Navidad que merezca la pena recordar desde hace muchos años. Aún así, las luces, los árboles, el colorido...Poco a poco fue llenando el pueblo de color, sobre todo cuando oscurecía, y a su vez le dió un sentido diferente a aquel lugar. Me gustaría encontrar la palabra que pudiera definir la sensación tan agradable, tan cálida, que aquellos días de entrenamiento me producían. Sobre todo al descender la colina, saliendo del bosque, al anochecer, envuelto en el gorro de lana y los guantes, jadeando mientras aminoraba el paso, y encontrarme de repente con aquel pequeño pueblo, aislado, perdido en la nada, y envuelto en todas aquellas luces multicolores que lo adornaban todo, las calles, los tejados, el interior de los modestos hogares...
Joan apenas habla conmigo últimamente. Desde que Drezner falleciera, se mantiene aislado. Sé que planea algo, pero no puedo adivinar de qué se trata. Lo que sí se es que no parece tener noticias, o si las tiene lo disimula muy bien, de que he descubierto su secreto. Eso me tranquiliza y me alivia. Y ambas sensaciones tienen que ver, no con él, sino con Nadia. No parece haber hablado, no parece haber dicho nada, y comienzo a sentir que esta vez me he equivocado, que la prueba a la que la he sometido ni siquiera era necesaria. Nadia está anteponiendo lo que siente por mi ante su antigua devoción hacia Joan. Algo que me habría resultado impensable hace apenas unos meses. El efecto que ha producido en ella, y para qué negarlo, en mí también, el haber compartido tantas cosas durante tanto tiempo, sobre todo las últimas semanas, el sentirnos tan bien, realmente tan bien, por primera vez, la ha cambiado. O la ha despertado.
Y a mi también.
La nochebuena ha resultado realmente especial. Muchos, por no decir prácticamente todos, de los habitantes del pueblo, pasaron por casa a saludarnos, a desearnos feliz Navidad. Hay algo inexplicable, insondable, en sus miradas, en su manera de hablar cuando lo hacen conmigo. Es sorprendente el efecto que mi presencia produce en ellos, teniendo en cuenta que simplemente se dejan guiar por la palabra de Joan. Pero creen. Con absoluta Fe. Y eso, a veces, me aterroriza.
Cenamos tranquilamente, charlando, compartiendo una deliciosa botella de vino que alguien nos había regalado, y esa noche hicimos el amor como nunca antes. Y no hablo del acto físico. Hubo algo más. Ese tipo de sensación, de sentimiento, que te hace desear abrazar a la persona amada durante el resto de tu vida, dormirte a su lado y despertarte a su lado. Esa sensación que te dice que te resultará más fácil dormir cuando ella esté contigo, y muy difícil cuando estés a solas, sin ella.
El día de Navidad salí a correr temprano, entre la nieve. Antes de salir de casa eché un vistazo, como todas las mañanas, al calendario. Empiezo a sentir los nervios. Intento no pensar en ello, pero el 31 de Diciembre se acerca, y sigo sin saber o adivinar qué demonios va a ocurrir.
El cielo estaba encapotado, y me resultó agradable una vez más correr entre la nieve. Aún así, el bosque estaba muy oscuro, y poco más de una hora después de haber comenzado a entrenar decidí volver. A pesar de haber amanecido ya, la oscuridad, la penumbra, seguía envolviéndolo todo, casi como si aún no hubiera amanecido. Quizás por esa razón me sorprendió más vislumbrar aquella claridad a lo lejos, en dirección al pueblo.
Sentí que el corazón se me aceleraba algo más de lo habitual, y comencé a correr, victima de un presentimiento, de un presagio que se convirtió en miedo mientras cruzaba el bosque, y en terror al abandonarlo, y encontrarme en la ladera que descendía en dirección al pueblo. Un pueblo envuelto en llamas, que ardía, mi casa incluida, mientras hasta mi iban llegando los gritos de sus habitantes. Desde lo lejos podía divisar el horror que convertía aquella mañana de Navidad en la escena más dantesca que pudiera recordar. Había cadaveres en las calles, gente ardiendo, gente huyendo hacia el monte, y todo envuelto en las llamas del mismísimo Infierno, las llamas que rodeaban a la figura que, en medio del camino principal, de espaldas a mi, observaba su obra, su acto final, un crimen en masa que en aquel momento me resultaba inexplicable.
Joan se volvió hacia mi al verme llegar. Llevaba bajo el brazo el Libro.
Y me sonreía
Y su sonrisa era la sonrisa del mismo Diablo.

noviembre 23, 2005

Dia Sesenta



Lo mejor de uno mismo, lo mejor de los dos mundos que conviven siempre dentro de cada uno de nosotros, lo descubrimos siempre cuando menos lo esperamos. Y yo acabo de descubrir que este tipo, ese chaval que en otro tiempo consideré amigo ya no produce en mi otro efecto que no sea el de preocupación...preocupación por quién pueda acompañarle...y el peligro que esto pueda suponer para las buenas gentes de este pueblo, entre las que no incluyo, por supuesto, a mi hermano.
"Puedes estar tranquilo", dice, mientras cierro la puerta a mi paso. "He venido solo"
Eso no parece tener mucho sentido. Los tipos esos del gobierno, y su "comandante en jefe", a quién he llamado desde siempre Barba ya averiguaron que ni yo ni Joan o Nadia estábamos aquí, y eso es lo único que nos ha permitido...seguir aquí.
"Mira, esos tipos son unos imbéciles. Y no tienen ni idea de el mundo en el que viven. Solamente buscan el poder, como siempre, y creen que la formula de esa bebida que el argentino inventó es un peldaño más en el camino al poder. Son tipos que buscan el poder dentro del propio gobierno, facciones, ese tipo de cosas, ya sabes. Pero, aunque son gente que puede presumir de una cierta importancia...no dejan por ello de ser idiotas. Si no, ya me dirás a cuento de qué, después de enviar un par de patrullas de montaña y comprobar que no os habéis escondido aquí...deciden que tenéis que estar por narices en otra parte"
No puedo evitar sonreir. Y Carlos también lo hace. Se encoge de hombros.
"A mi me mueve otro tipo de impulso, amigo mío. Es algo que ya deberías saber. De hecho, creo que ya lo sabes. La gente siempre se te ha dado bien".
Doy un paso atrás, acercándome a la ventana, y echo un vistazo al exterior. Nada parece haber cambiado en el pueblo.Todo parece estar en su sitio, la vida transcurre como todos los días a esa hora, la gente regresa a sus casas, la calle principal semi-vacía.
"Llevo investigando todo este asunto de La Cruz desde hace muchos años, y conozco la existencia de ese Libro, de las Batallas y de la propia Cruz desde hace mucho mucho tiempo. Hay al menos una centena de páginas en internet dedicadas a todos ellos, páginas a las que no se accede fácilmente. Toda una comunidad internacional de internautas siguiéndole la pista a La Cruz desde hace años. Se comenta que hay una profecía, que el tipo de la profecía es alguien que tendrá que librar una última batalla, que el Libro se encuentra en alguna parte de nuestro pais...Se rumorean docenas y docenas de cosas, algunas con más fundamento que otras".
"Habrías dejado que esos tipos me torturaran a cambio de la fórmula de la bebida"
"Seguramente. Pero aún así tú te habrías librado, ¿verdad?. Porque estás destinado a cosas más importantes. Lo dice ese Libro que nadie entiende. Hay un premio para el mejor. Incluso una vez leí algo sobre un hipotético 32 de Diciembre, aunque eso ya me parece sacar las cosas de madre".
"¿Qué haces aquí?", intento cambiar de tema para que no se me note el hecho de que sé donde está el dichoso Libro...y que sé, maldita sea, de la existencia del jodido 32 de Diciembre.
"Sólo quería verte. Sabía que estabas aquí. No ha sido fácil llegar. Y puedes estar tranquilo. No pienso decirles nada sobre tu presencia aquí, ni sobre el argentino o la bebida o lo que sea que escondáis aquí. Simplemente he estado atando cabos, y me he dado cuenta de que el tiempo se acaba, y de que se acerca tu momento."
Por alguna razón que se me escapa, sus palabras consiguen arrancarme un frío helado que recorre mi espalda.
"¿Mi momento?".
"Claro. El momento de correr. De Ganar. De recibir el Premio. Eso es a lo que apuntan todos los rumores en internet. Lo que ellos no saben es que yo conozco al tipo que tiene que correr, y ganar, y recibir el premio".
Niego con la cabeza.
"No estoy seguro de ser yo ese tipo del que todos hablan".
Carlos da un paso al frente y yo me aparto. Parece haber envejecido años en las pocas semanas que han pasado. Levanta ambas manos, como indicando que no hay nada que temer. Me rodea y llega hasta la puerta.
"¿Alguna vez has intentado encajar un círculo en un cuadrado? Pues supongo que ser ese tipo tiene que ser algo parecido. Al que lo es le parece imposible...pero aún así, puede hacerse...si él quiere realmente hacerlo. Así que, si lo eres, nos veremos a partir del 1 de Enero, amigo mío. Todo esto habrá terminado y quizás podamos tomar un café y recordar viejos tiempos. Y sentirnos por fin libres y tranquilos"
Levanta la mano, para despedirse, y abre la puerta.
"¿En esas páginas, en internet...se comenta algo sobre ese ...premio?".
Se detiene, antes de salir, y sonríe. Me observa unos instantes, evaluando la respuesta.
"Se comentan muchas cosas. Pero yo no apostaría por ninguna de ellas. Seguro que será algo...totalmente inesperado".
La puerta se cierra a su paso. Me quedo a solas en la habitación, mientras escucho sus pasos escaleras abajo. Se alejan, y de repente, mientras me dejo caer sobre la cama y recupero el aliento, siento que alguien a quien había considerado un amigo durante algún tiempo...quizás haya dado un pequeño paso para volver a serlo.
Necesito una ducha.
No puedo dejar de pensar en como lo que en un principio eran simplemente palabras, leyendas, ritos, recuerdos...se están convirtiendo en una posibilidad real a cada día que pasa. Una carrera, un 32 de diciembre, un premio...
Como habría dicho Drezner...habrá que entrenar.

noviembre 22, 2005

Dia Cincuenta y Nueve



Piensa. Piensa.
¿Qué es lo que hace la diferencia? Me gustaría saberlo. Me gustaría poder decir, afirmar, que voy sobre seguro, que Nadia meterá la pata hasta el fondo, hablando con Joan sobre mi descubrimiento. Y Joan dará algún tipo de paso en falso. Me encantaría que las cosas fueran así, porque eso querría decir que Nadia me ha traicionado, que nada de lo que ocurre es, como ella solía decir, por mi bien. Que el complot, la trama, sigue, y que ella no es, como yo, una pieza más en el engranaje que Joan ha ido tejiendo, quizás con la ayuda de mi padre cuando aún vivía, durante todos estos años, con el propósito de....
Siempre me pierdo cuando llego hasta aquí. Me han pedido que sea una máquina de correr, literalmente, y nada más que eso. Seguir adelante, un poco más cada día, para ganar, cuando llegue el momento, una Batalla, así, con mayúscula, en la que no puedo creer.
Drezner me lo dijo. Eso no importa. Lo que importa es que creas en ti mismo, tú encontrarás el camino.
Es curioso, pero ahora, de repente, puedo recordar ese tipo de frases en otras ocasiones. Siempre, cuando Drezner y yo entrenábamos, o mejor dicho, cuando él me entrenaba. Tu fuerza nace de tí, no de tus convicciones, ni de tus deseos. De tu interior. Hay en tí una fuerza que va más allá de este lugar, de La Cruz, de Joan, de esta bebida.
Yo siempre pensaba que lo hacía para darme ánimos, para ir un poco más allá en mis entrenos diarios, como este mismo que estoy haciendo mientras mi cabeza divaga. Pero quizás no eran solamente palabras de ánimo. Quizás Drezner sabía más de lo que aparentaba saber.
Quizás sabía que Joan y yo somos hermanos.
Hermanos.
Por fin lo he dicho. Bueno, lo he pensado, que es parecido, pero casi lo mismo.
Hermanos.
De lo que sí estoy seguro es de que Joan lo ha sabido desde siempre. Y que, de alguna manera...el hecho de que seamos lo que somos, sangre de la misma sangre, es importante en medio de todo este lío, estos tejemanejes que se escapan a mi alcance, a mi comprensión.
Corro con más firmeza. Cada día un poco más. Han transcurrido un par de semanas. Ya casi ni hecho de menos la bebida. Bueno, a veces sí. Un poquito. Como un pinchazo, un dolor, un recuerdo. Como el yonqui que busca la dosis o que la recuerda en las tinieblas, en ese preciso instante en el que nos vamos quedando dormidos...
Hermanos.
El muy cabrón...Siempre con ese tonillo de condescendencia, con esa seguridad en mi importancia en todo este juego. Controlando todas y cada una de las pistas que me iban siendo dadas. Como si hubiera que medirse conmigo, no fuera a ser que el pequeño de la familia supiese más de la cuenta y no fuese capaz de soportarlo.
Tengo que saber algo más de todo esto, y no alcanzo a averiguar de qué manera, salvo esperando a que Nadia de un paso en falso...o preguntándole directamente a Joan.
Termino el entrenamiento y llego a casa. Nadia no está. Seguro que ha ido a visitar a Ángela. Pasa muchas de las tardes con ella. De vez en cuando, me comenta que desea que todo esto acabe pronto, que lo que tenga que ocurrir ocurra de una maldita vez, que de alguna manera podamos volver a la ciudad, o a otra ciudad, o a alguna parte, y vivir juntos y olvidarlo todo.
Parece un comentario, un deseo algo iluso, ¿verdad?
Abro la puerta de la habitación, dispuesto a dejar las zapatillas e ir directamente a por la ducha.
Y allí me quedo, plantado, como un idiota, sin poder moverme.
Un hombre, de espaldas a mi, con una larga gabardina, encorvado, mirando el anochecer a través del ventanal.
Se vuelve
Carlos me sonríe.

noviembre 21, 2005

Dia Cincuenta y Ocho



Estrategia.
Supongo que es a eso a lo que se reduce todo. Lo sé y lo puedo afirmar porque conozco a Joan. Con él nada es casual, nada corresponde al azar, a la probabilidad o a un cúmulo de casualidades. Joan es mayor que yo. No podría precisar su edad, pero estoy seguro de que por lo menos me lleva unos quince años. Quince años es mucho tiempo.
Hermanos.
Qué fácil decirlo. Una simple palabra, y todo lo que puedo esconder. Mucho más, desde luego, tratándose de quién se trata.
Así que, al fin y al cabo, de eso se trata. De una estrategia. Un pasado oculto, ya no sólo por parte de Joan, sino también de mi padre. El jodido don Manuel. Ambos lo decidieron en algún momento. Estoy seguro. Con algún oscuro propósito.
Siempre pensé que tener un hermano estaría bien. De esas cosas que uno echa de menos cuando es un chaval, esa rivalidad, el enfrentamiento sano entre la misma sangre...Todas esas cosas.
No esperaba cambiar de opinión algún día.
Nadia dice que tiene que haber una explicación para todo ésto.
La miro, y comprendo que, una vez más, y ya he perdido la cuenta, vuelvo a desconfiar de ella. Ahora que parecía que todo empezaba a tener un poco de sentido, ahora que podía sentirme tranquilo cuando dormía a su lado. Pero veo su gesto, su mirada, y la sensación de que sabe y calla vuelve a mi una vez más.
No pude confiar en mi padre, ni en mi hermano, ni en la que podríamos llamar mi pareja.
El que parecía ser mi mejor amigo, el "bueno" de Carlos, resultó ser un vendido que estaba allí para vigilarme, para seguirme los pasos, para encontrar el camino que llevase a sus jefes hasta La Cruz. Y esos jefes, al parecer hombres de buena voluntad que trabajaban para el Gobierno y pretendían ser "buenos chicos" resultaron ser iguales o peores que aquellos a quienes perseguían.
La que durante un tiempo había sido mi pareja y más tarde mi esposa resultó formar parte del plan concebido para mermar mi voluntad y llevarme por el camino señalado en dirección a este mismo lugar, a lo que La Cruz ha dado en llamar "mi destino".
Y, finalmente, la única persona en la que he sentido que podía confiar desde que todo ésto comenzó...está muerta.
Supongo que, si de un momento a otro, empiezo a volverme loco, resultará algo comprensible, ¿no?
Debería hablar con Joan. Nadia me lo ha propuesto enseguida. "Hablemos con él, seguro que hay una explicación para todo esto, siempre la hay cuando se trata de Joan".
Quizás eso sea lo que más tema. Otra explicación. Otra nueva enredadera que ahogue mi cuello.
Alguien dijo una vez que en cada giro, en cada esquina, en cada derrota, en cada final, hay una oportunidad.
Miro a Nadia.
Quizás esto pueda ser también una oportunidad.
"No voy a hablar con Joan aún. Y no quiero que tú lo hagas tampoco. Sé que Angela no abrirá la boca. Quiero averiguar unas cuantas cosas por mi cuenta antes de hablar con él. Y no quiero que se entere de que he descubierto que estamos unidos por un poco de sangre común".
Nadia asiente sin dudarlo. Con total y absoluta confianza, al parecer, en mi decisión.
¿Será verdad?
Pronto lo averiguaremos.

noviembre 17, 2005

Día Cincuenta y Siete



Mataría por un poco de "la bebida".
Bueno, quizás no mataría, pero no me importaría hacerle daño a alguien si pudiera conseguir algo del líquido que...
Vale, no le haría daño a nadie, pero Dios, como la echo de menos.
Entrenar está bien, y consigo mantener la forma. Eso sí, entrenando más y más duro, aprovechando el descanso entre entreno y entreno todo lo que puedo, relajándome....Pero aún así, vuelve a mi recuerdo, a mi cabeza, a cada momento. Siento su sabor en el paladar, recuerdo su frescura descendiendo y entrando en mi cuerpo...
Joan dice que no hay nada que hacer. Nunca se había atrevido a pedirle a Drezner la "receta", la fórmula usada para conseguir el bendito líquido. Nunca. Y Ángela no tenía ni idea. Todo lo que pudimos encontrar en la casa de los Drezner fueron dos botellas, las que había preparado para los días siguientes.
Y no quiero tocarlas. Sé que necesitaré beber ese líquido en algún momento. Y sé que ese momento no ha llegado aún.
Esta mañana he vuelto a ver al gato. Ese gato. Lo más curioso de todo es que tengo la sensación de haberlo visto otra vez. Mejor dicho, otras veces. En alguna parte. Nadia dice que probablemente por el pueblo. La gente tiene perros y gatos, no demasiados, pero los tiene.
No.
Lo recuerdo de antes. De antes de este lugar.
Y él me conoce, de eso no cabe la menor duda. Estaba lamiéndose cuando he salido de casa, temprano, por la mañana, a entrenar, y enseguida me ha mirado fijamente. Siento como si me vigilara.
¿Me estaré volviendo paranoico?
Los entrenos prosperan. Reduzco los tiempos en segundos. Y esos segundos avanzan. Día tras día. Y Drezner está conmigo, todo el tiempo, en cada uno de esos segundos, incluso en cada décima de esos segundos. Realmente siento que le echo de menos a cada instante. Me cruzo con Ángela algunas veces, y de vez en cuando Nadia y yo le hacemos una visita. Paseamos con ella, o simplemente charlamos, y ella nos enseña fotografías tomadas en Buenos Aires hace años.
Tiene cientos. Cientos de fotografías. De cuando Drezner enseñaba en la Universidad, de manifestaciones a favor de los Derechos Humanos. Muchas de ellas, fotos realmente antiguas, que han perdido el color con el paso del tiempo, adquiriendo esa plástica carcomida, dándoles esa familiar sensación de antiguedad.
Es agradable ver fotografías de otros lugares y de otros tiempos.
Lo que ocurre es que a veces vemos pero no miramos.
Ha ocurrido esta tarde, mientras tomábamos el café en su casa. Angela nos mostraba un viejo album. Recuerdos de la Universidad y de otros tiempos. Más de treinta años atrás. Fotos del matrimonio manifestándose con miles de personas por las calles de Buenos Aires. Fotografías de los profesores con sus alumnos. Rostros de hombres y mujeres que ya no existen. Y más y más fotografías de Buenos Aires. Decenas.
Y mi padre con Drezner y Ángela tomando un café.
Me he quedado de piedra. Casi he arrancado el album de fotos de sus manos.
Mi padre.
En esa época ya no vivía con nosotros. Treinta años atrás. Por aquel entonces, ya nos había abandonado, y según lo que Joan me había contado, habían sido sus años más intentos en su relación con La Cruz.
Mi padre había mantenido amistad con los Drezner en Buenos Aires. Ángela me confirmó, asintiento, que aquel hombre era quien primero les había hablado sobre la existencia de La Cruz, sobre su "proyecto de humanización" por todo el planeta, de la idea de crear comunidades libres, como el pueblo en el que estábamos ahora...
"Pero este hombre no puede ser tu padre".
No entendí el porqué de aquella afirmación.
"Don Manuel, que así se llamaba, nos presentó al poco tiempo de conocernos a aquel en quien, según decía, había depositado toda su confianza para levantar el proyecto de La Cruz y hacerlo realidad después de siglos de lucha entre tinieblas. Y nos lo presentó como su hijo, claro".
¿Su hijo?.
"Joan, por supuesto", sentenció Ángela. "Joan es su hijo".

noviembre 15, 2005

Día Cincuenta y Seis



Todo Perdido.
¿Y qué más da?.
Nadia ha intentado hacerme hablar, pero no tengo el más mínimo deseo de escuchar ninguna argumentación, y mucho menos de ser convencido de que "hay un trabajo que hacer". No creo que eso le importase realmente a Drezner. Es más, ni tan siquiera creo que él creyese con firmeza en toda esta patraña que me rodea día tras día.
Si hay algo cierto en todo esto es que la mejor manera de pasar un mal momento es a solas. Y yo no tengo ganas de aguantar a nadie. Estos bosques son quizás el mejor lugar de todo el planeta para perderse, para pasear, para olvidar y dejar que el tiempo haga su trabajo. Aunque, según Joan, no tenemos demasiado de eso.
Tiempo.
Ángela.
Sentada sobre la roca. Conocía aquella roca. Era la misma sobre la que, días atrás, me encontrara a Drezner cuando entrenaba. Siempre me ha costado creer en las casualidades, pero no creo que aquella roca significase nada para aquel matrimonio roto. Y yo había llegado hasta aquel lugar caminando...por casualidad.
O tal vez buscando.
Ángela permanecía en silencio, mirándo hacia la nada, cuando llegué hasta ella. Se volvió, y sonreía, esa sonrisa melancólica que solamente el dolor puede traer a los labios.
"Deberías estar entrenando", susurró.
Me encogí de hombros mientras me apoyaba en el árbol más cercano a ella. Su rostro acusaba el cansancio de los últimos días, pero parecía haber recuperado una parte de la compostura, de la firmeza que descubriera en ella cuando nos habíamos conocido, semanas atrás.
"No tengo muchas ganas, la verdad".
"Pero es lo mejor que sabes hacer".
Nunca me lo había planteado. Intenté no pensar más allá de aquella frase, pero ya era tarde.
"Durante un tiempo, en mi vida, pensé que lo mejor que sabía hacer era ayudar a la gente, incluso a los que no sabían que necesitaban ayuda".
Ella me sonrió, y pude ver luz en aquellos ojos cansados.
"Quizás esta vez ambas cosas, entrenar y ayudar, signifiquen lo mismo".
Sentí que una bocanada de aire frío, limpio, llenaba mis pulmones. Apreté las manos, los puños, y sentí la fuerza en ellos.
"No creo ni que el propio Drezner creyese en eso...¿usted sabe algo de todo ese asunto...?".
"Yo sé lo que mi marido me contó. Y no es demasiado. Y tienes razón, no creía o al menos, no estaba convencido. Pero el día en que te conoció, y después, cuando entrenábais juntos, siempre volvía con la sonrisa en la cara, vivo y feliz. Así es como le vi, todos los días, hasta que se fué. En cierta manera, entrenar y entrenarte le ayudó...y quizás eso sea la clave de todo".
"¿La clave?"
Ángela se levantó y caminó hasta llegar a mi lado. Tomó mi mano, como si estuviera agradeciendo un regalo que a mi se me escapaba.
"Todos tenemos que hacer lo que tenemos que hacer. Si ya has elegido...tendrás que asumir esa decisión. Como él decía siempre...está dentro de ti".
Me dió un cálido beso en la mejilla y emprendió camino de regreso al pueblo. La vi, alejándose, mientras de nuevo sentía el aire frío en los pulmones, como si se tratase de un jarro de agua frío recorriendo todo mi ser.
Estaba vivo.
De regreso al pueblo, me crucé con Joan, que permanecía en medio del camino en el que Drezner falleciera días atrás, en silencio, pensativo. Se volvió al verme llegar, sorprendido.
"Un día frío".
"Así es", asentí, "perfecto para entrenar".
Me miró sorprendido, y otra vez vi algo en su rostro. Pero fue como una sombra, que enseguida se borró. Y una alegría quizás algo forzada, lo cual no tenía demasiado sentido, cruzó su mirada.
"Adelante entonces", dijo.
Y entrené.
Mejor que nunca.

noviembre 14, 2005

Día Cincuenta y Cinco

Durante las siguientes 48 horas, no recuerdo haber dormido. Los únicos movimientos que me sentía capaz de hacer eran aquellos que me impulsaban a las tareas más rutinarias. Pero Nadia lo llevaba mucho peor. Sus ojos, cansados y enrojecidos de tanto llorar, encontraban mi mirada a cada instante, y yo me sentía inútil e impotente ante tanto dolor. Aún así, me auto-impulsaba a hacer las cosas más básicas…Pero el mundo se me vino encima al encontrarme, el día antes de que enterráramos a Drezner, con Ángela. La que había sido su compañera durante tantos años no era ni tan siquiera el tímido reflejo de la mujer que yo había conocido semanas antes. Toda, absolutamente toda la vida parecía haber huido de su cuerpo, de sus ojos, ahora muertos de dolor y pena, y de aquel cansancio, aquella apatía que parecía envolverla…Nadia pareció encontrar entonces un motivo para sentirse un poco mejor, ayudarla, y aquello fue el principio de algo mejor…aunque sin un horizonte que vislumbrar aún. En cualquier caso, el verla a ella ayudando me impulsó a hacer algo a mí también…y quise entrenar.
Creo que fue entonces cuando comencé a comprender el alcance, el efecto que aquel estúpido accidente había tenido en mi cuerpo…y en mi mente. Que nadie se engañe. No es el cuerpo, mejor o peor entrenado, el que gana una carrera, el que resiste 40, 50 ó 100 Km. Por supuesto, es necesaria una cierta forma física, una alimentación, unos cuidados…pero es aquí dentro, en la cabeza, en donde todo alcanza un sentido, un fin, un objetivo, una razón de ser.
Y ahora, inesperada y repentinamente, yo no podía comprender cual era el objetivo, ni hacia donde me dirigía. ¿El futuro de la Humanidad? ¿El 32 de Diciembre? ¿Una profecía, un Libro que a saber de dónde venía? Nada tenía sentido. Al menor con Drezner a mi lado, con sus sabias palabras de apoyo, de amistad, de comprensión, me sentía seguro, fuerte, y aunque no comprendiera el fin último de todo aquello, sentía que había una buena razón para llegar a aquella extraña meta…fuera donde fuera y ocurriera de la manera que ocurriera.
Nada de eso se encontraba en mi camino ahora.
Nada.
Apenas pude entrenar media hora, y los pocos kilómetros que conseguí hacer fueron a desgana, con mi mente en el recuerdo del amigo fallecido y el dolor de su compañera, de Nadia…
No, no podía hacer nada.
Enterramos a Drezner al día siguiente, dos días después de su fallecimiento. Los pocos, no mas de tres docenas, que poblábamos aquel mundo perdido de la mano de la providencia, nos reunimos en lo alto de la montaña, sobre el pueblo. Una vista maravillosa, sí, un lugar por el que había pasado corriendo docenas de veces. Pero esa mañana, cubierto de una espesa niebla que apenas dejaba ver nada, se me antojaba la antesala del Infierno.
Joan pronunció unas palabras, algo que siempre se le ha dado muy bien. Retórica no exenta de cierta verdad, de cariño hacia aquella buena persona que ya no estaba. Hacia el AMIGO que se había ido. Nadia y yo permanecimos todo el tiempo al lado de Ángela, consolándola. La ceremonia se nos hizo breve a todos, y Joan encontró un momento para caminar a mi lado mientras descendíamos la ladera, de regreso al pueblo, envueltos en la niebla que espesaba como un manto de dolor.
Me preguntó por el entrenamiento, y le dije la verdad. No me sentía con ánimos de entrenar en aquellos instantes, no me sentía con ánimo de nada, y no podía asegurarle cuanto tiempo tardaría en volver a sentirme bien, en condiciones. Joan, evidentemente, se mostró preocupado. El tiempo pasaba. Faltaba un mes y medio para el Fin De Año, aunque no sabía que cojones quería decir eso realmente. Pero se notaba la impaciencia y el nerviosismo en su gesto. Cómo si algo se le estuviese escapando entre los dedos.
“No sé ni siquiera si podré volver a entrenar, o mantener la forma que he adquirido, hasta final de año, y menos aún sin la bebida que Drezner me daba”.
Joan me miró como si hubiese dicho una blasfemia. Y algo más.
Vi algo más, pero en aquel instante no podía saber aún que quería decir.
“Entonces todo está perdido”, dijo Joan mientras daba media vuelta y se encaminaba de regreso a su casa.
Y, ciertamente, así era como yo lo veía también.

noviembre 10, 2005

Día Cincuenta y Cuatro


Ha sido agradable, diferente, especial, despertarse al lado de Nadia "de otra manera". De alguna manera, de esa manera que resulta tan difícil describir, siento como si las miradas de reojo, los silencios inoportunos, todo lo que había hecho hasta ahora de esta "relación" algo en lo que no creer...hubiese desaparecido.
En cualquier caso, tampoco he tenido tiempo para pensar demasiado en ello. Solamente de sentir sus besos mientras desayunábamos, esa mirada que recordaba en ella los primeros días, esa "luz" en los ojos...todo parece haber vuelto.
Y después, a entrenar.
Drezner me aguardaba en la puerta, frotándose las manos ante el frío de la mañana. Realmente, cada día hace más y más frío. El aliento se nos helaba mientras caminábamos en dirección a los bosques que rodean al pueblo. Nos cruzamos con algunas familias que nos saludaban mientras el alba daba paso a la limpia claridad del nuevo día. En realidad, casi todos me saludaban a mi. Me pregunto hasta que punto, o qué es exactamente lo que ellos conocen de toda esta historia. Puede que nada. Pero saben que soy alguien especial. Drezner me había contado el día anterior como un coche de la patrulla de montaña había pasado por allí mientras yo era retenido en La Ciudad, apenas un par de días antes. Por supuesto, él no había visto apenas nada. Ni tan siquiera había salido de casa, pero Ángela, su mujer, le había contado como los de la patrulla de montaña habían preguntado varias veces si algún extraño había pasado por el pueblo en aquellos días. Y todos había negado con la cabeza y, por supuesto, de palabra. No era que Joan se lo hubiese ordenado. No. Realmente era algo en lo que creían. Sabía que alguien especial estaba entre ellos. Yo no me sentía así, especial, pero para ellos, en cierto modo, lo era, y eso establecía la diferencia.
Drezner me tendió una botella mientras comenzábamos a subir por la ladera del monte. Con el bien conocido líquido. Bebí un poco nada más, pero mi cerebro, mis reservas de hidratos, mis músculos, todo mi cuerpo lo recordaban a la perfección. Era como si la vida volviese a todo mi ser. Era como la droga que se echa de menos. Como el vino que no calma la sed sino que embriaga de placer.
"No bebas demasiado", me recordó."Solamente lo necesario para empezar".
Y así empezamos a trotar lentamente al principio. O quizás no tan lentamente. En apenas cuatro o cinco minutos, comencé a correr, después de uno de los calentamientos más breves que podía recordar. Era como si todos y cada uno de los músculos estuviesen en su punto, preparados, vivos, y la euforia me llenaba a cada nuevo paso. Subía colinas, corría, saltaba, y Drezner se mantenía relativamente cerca, o se detenía y buscaba los tiempos cronometrados en su muñeca, sonreía y volvía a correr.
Poco más de una hora después, yo me sentía aún capaz de seguir corriendo durante el resto del día, pero Drezner se negó. No era cuestión de forzar la máquina. Las próximas seis semanas iban a ser cruciales, o al menos eso decía él. A mi, en aquellos momentos, no me importaba demasiado. Al detenerme y comenzar a trotar, finalizando el entrenamiento, parecía volver a la realidad, y volvía a pensar en todo este lío del 32 de Diciembre y el Libro y la Batalla y todo lo demás.Pero, mientras corría, nada de eso me importaba, salvo seguir corriendo, sentir el aire llenando mis pulmones, sentir mis piernas fuertes, firmes, y todo mi ser decidido a ir un poco más allá.
"Así es como debe ser", dijo Drezner mientras me daba de nuevo a beber del maravilloso líquido. "No es la meta lo que tiene que contar, sino los pasos. El viaje es lo que importa. Y tú has emprendido uno del que no hay vuelta atrás".
Me mostró el cronómetro. Nunca me dejaba llevar el mío. No quería que pensase en mis tiempos. Prefería mostrármelos él al final. Y, esta vez, la media era realmente sorprendente. Tres minutos y medio por km. Ni en mis mejores sueños...
Parecía imposible de creer, pero era una realidad.
"La bebida y mis consejos son importantes", me dijo al despedirnos frente a la puerta de casa. "Pero no te engañes. Todo, absolutamente todo, está dentro de tí. Eso es lo que realmente importa. Lo que tienes dentro".
Me despedí asintiendo con una sonrisa en los labios. Ya iba a entrar en casa cuando oí el ruido. En la paz de aquel lugar, el sonido de un coche, de los pocos que había en el pueblo, solo podía indicar que alguien volvía con provisiones o que salía a buscarlas. Pero el sonido de las ruedas sobre la tierra del camino era...diferente.
El coche venía cuesta abajo desde lo alto. Cada vez a más velocidad. Grité su nombre pero ya era demasiado tarde. No había conductor. Drezner estaba mirándome a apenas 100 metros de mi casa, de espaldas al coche, y supe que había visto el pánico en mis ojos, y que mi grito, el grito de su nombre, solo podía significar una cosa para él. Se volvió, pero no se apartó, y el coche le pasó por encima.
Cuando llegué hasta su lado, mientras sentía mis ojos llenarse de lágrimas y el corazón desbocado, puede oir el sonido del coche estrellándose contra un árbol, al final del camino. Pero nada de eso me importaba. Un hilo de sangre manaba de los labios de aquel hombre, y su mirada perdida en el vacío de la muerte me decía que nunca más volvería a escuchar ninguno de sus consejos, sentir sus palabras de cariño, su maravilloso acento, ni la alegría de vivir que manaba de todos y cada uno de sus gestos.
Lo siguiente que escuché fue el grito de Ángela al ver a su marido muerto.

noviembre 08, 2005

Día Cincuenta y Tres


Durante el resto del día Drezner y yo hablamos tanto que me resultaría literalmente imposible relatar aquí todos y cada uno de los pormenores de nuestra larga conversación. Rememoramos el día en que él y Ángela se habían casado, y lo agradable que resultaba pasear por Buenos Aires cuando llegaba el otoño. Y el café. Echaba de menos aquellos pequeños lugares en donde saborear un expresso, y sobre todo uno, el "Torino", situado frente a la Facultad en donde había impartido sus clases de Química durante tantos años.
Cuando me despedí de él, anochecía ya, y aunque me costó hacerlo, y nos emplazamos para un nuevo entrenamiento, el que sería según su deseo el primero de la última etapa de mi preparación, la que nos llevaría hasta dentro de apenas dos meses, yo estaba terriblemente cansado. Solamente quería echarme y dormir.
Y, sorprendido, supe, deseé, descubrí que echaba de menos el cálido cuerpo de Nadia a mi lado.
Estaba preparando algo para cenar cuando entré. Joan ya se había largado hacía un buen rato, al parecer, y Nadia parecía la mujer más feliz del mundo ahora que el propósito de todo aquello había sido, por fin, revelado. Si en Joan podía vislumbrar la ambición y la codicia sin apenas esforzarme, en Nadia no veía más allá de una creyente absoluta. Creyente en el futuro, fuera éste el que fuera. Y el futuro se acercaba minuto a minuto.
Supe entonces que ella tenía miedo, y me descubrí a mi mismo temiendo también aquel futuro. Después de todo lo ocurrido, después de haber atravesado un sinfín de calamidades, la mayoría de ellas a su lado, o quizás causadas en parte por su propia presencia, estábamos allí, y todo parecía apuntar, una vez más, hacia lo desconocido. Para ella, quizás hacia la confirmación de que sus creencias eran erróneas, y que todo aquel tinglado no era más que un fraude, para mí hacia la incomprensible posibilidad de que todo, absolutamente todo, fuera verdad...incluido el imposible 32 de Diciembre...y lo que más me intrigaba de todo aquello...una batalla...¿contra quién?. ¿Y con qué objetivo y premio?.
Cenamos charlando animadamente, intentando huir de nuestros miedos, y nos encontramos cogiéndonos de la mano al subir las escaleras hacia el dormitorio. Por primera vez en mucho tiempo, desde aquel lejano día en el que fuéramos al Hotel en la Sierra, para pasar un fin de semana juntos, mientras yo entrenaba, busqué su mano, y minutos más tarde, su calor, su cuerpo, sintiendo la vida que me daba a cada segundo transcurrido.
No estaba tan cansado como imaginaba.
Nos susurramos al oido palabras inesperadas, como inesperada era para mi aquella noche, aquel momento compartido, y nos quedamos dormidos abrazados el uno en el otro. Descansamos en silencio, buscando el calor del cuerpo que ya no era ajeno. Interiormente, quizás sintiéndolo mientras dormía, quizás soñándolo, tuve la sensación de que todo se encaminaba hacia alguna parte, y esa parte estaba cada vez más definida.
Me desperté al alba. Desde la ventana de la habitación se entreveía el tono anaranjado que presagiaba un día invernal, frío y sin nubes.
Y entonces lo vi. Sobre la cama, descansando, mirándome fijamente. Un gato blanco y negro, delgado, silencioso. Nunca antes lo había visto, ni en la casa ni por allí, ni tan siquiera en el pueblo. Había más gatos, no demasiados, pero varias familias tenían mascotas. Pero aquel no era un gato-mascota. No era el gato de nadie.
El animal se incorporó y caminó sobre la cama hacia nosotros. Se detuvo, apenas a un par de centímetros de mi rostro, y permaneció mirándome fijamente. Sorprendentemente, descubrí que prefería no moverme y aguardar a ver que ocurría. Al cabo de un largo minuto, dió media vuelta, abandonó la cama, llegó hasta la ventana y salió al exterior sin volverse ni una sola vez.
Separé el brazo de Nadia para poder incorporarme y llegué hasta la ventana. El gato había desaparecido.
Creo que fue entonces cuando supe que el gato solamente era una forma, aunque en aquel instante aún no podía saber de qué.
O de quién.

noviembre 07, 2005

Día Cincuenta y Dos

Y otra vez en la montaña. Con el aire frío recorriendo mi cuerpo. A cada paso, un poco más tranquilo, un poco más reflexivo...pero aún así, sin encontrar el "hacia dónde". Ni, sobre todo, el "cómo". Porque una cosa es tomar una decisión y otra muy diferente es llevarla hasta sus últimas consecuencias. Y la puerta al final de éste camino solamente puede llevar a una parte...Al 32 de Diciembre.
¿Qué tontería verdad?. ¿Quién en su sano juicio puede creer que pueda existir un 32 de Diciembre?. O, peor aún, que lleve existiendo desde...¿desde el principio de los tiempos?. Pero eso no cabe en la lógica. Nuestro calendario no es tan antiguo como la historia de los hombres. El concepto "diciembre", por ejemplo, es algo relativamente reciente. Al menos, en lo que a términos de Historia, con mayúscula, se refiere. Así que supongo que eso del 32 de Diciembre quizás no sea más que algún tipo de metáfora, una manera de darle un nombre a un hecho que se repite año tras año el último día de Diciembre...No sé, es una explicación al menos, ¿no?.
La verdad, el libro es ininteligible y, siempre según Joan, un tipo al que el brillo de la codicia le asoma en la mirada a intervalos regulares, todo lo que saben los de La Cruz, todo aquello en lo que se basa su tradición, su fundación misma, no va más allá de una historia "oral" transmitida desde tiempos remotos. Probablemente les han tomado el pelo a todos y se lo han creido a pies juntillas, y todos esos que forman la facción del Gobierno, esos que están entre nuestros dirigentes, probablemente desde que La Cruz existe, también se lo han creído, y a su vez todos juntitos se creen que algo va a pasar este mítico 32 de Diciembre...lo que me deja en una situación bastante incómoda...Para unos, soy la única salvación de La Humanidad...y para otros un obstáculo en sus ambiciones...alguien con quien acabar...supongo.
Y es ahora, quizás, el momento en el que los pasos tienen que ser dados con más precaución, con más calma, sopesando todos y cada uno de los movimientos...porque de ellos quizás dependa algo que aún no me puedo imaginar.
Agua.
Echo de menos el maravilloso líquido de Drezner. Mi cuerpo lo echa de menos. Siento que lo necesito, y eso que lo he bebido hace menos de 6 horas, al despertarme de mi viaje de regreso a este pueblo perdido entre las montañas.
Fue entonces cuando vi su figura. Sentado sobre una roca, a unos 50 metros de mi posición. Recuperaba el aliento, y bebía. Agua, como yo. Drezner dejó la botella en el suelo, apoyándola en la roca, y volvió su mirada viva hacia mí. Y sonrió, y yo sonreí también, porque le echaba de menos. Echaba de menos sus consejos al entrenar. Su presencia, su aparente tranquilidad, la seguridad de sus palabras, del tono de su voz.
Me invitó a sentarme a su lado con un gesto, una inclinación de la cabeza. Asentí y así lo hice.
"Tenemos que seguir entrenando, hijo. Ya se acerca el momento".
Ahora hablábamos, por fin, de igual a igual. Había tenido que esperar a que Joan me informase sobre todo, a que pasase por la experiencia de conocer a alguien como Barba, de descubrir que Carlos había estado con ellos desde el principio....Pero ahora, Drezner y yo sabíamos lo mismo, y podíamos hablar de tú a tú...por fin.
"No sé si es lo correcto, dije. Quiero seguir adelante. Tengo curiosidad, por supuesto, y quiero llegar hasta el final. Para mí ya no hay vuelta atrás. Pero quiero saber si estoy en el lado correcto. Sólo eso".
"Eso solo lo podrás saber cuando llegue el momento. Pero, si te sirve de consuelo, yo tampoco lo sé".
Mi gesto tuvo que ser de sorpresa infinita, porque arrancó una gran sonrisa de todo el rostro de Drezner.
"No te extrañes. De alguna manera, me reclutaron. Descubrieron que mi creación se podía utilizar para sus fines, y me contaron toda la historia. La misma que a ti. Y vi sinceridad en sus palabras. Siempre , tanto mi mujer como yo, hemos sido dos almas creyentes. En algo más que todo esto, que la simple carne. Hay más cosas, muchas más, que desconocemos. Y ésta probablemente sea una de ellas".
"Su creación...la Bebida...¿Cómo es posible?
"A veces creo que se me iluminó la Mente para llegar precisamente hasta aquí. No lo sé. Experimentaba con un complejo vitamínico y, haciendo pruebas, llegué hasta la combinación perfecta. Cómo siempre he corrido, lo sinteticé para poder consumirlo durante los entrenamientos. Cuando ellos llegaron, los de La Cruz, y me contaron toda la historia, supe que aquella bebida, la creación de mi vida, no era para mí".
"¿Y si están equivocados?".
"Ellos dicen que lleva ocurriendo desde hace siglos. Nunca lo he comprobado. Solamente me pidieron que preparase la bebida para cuando tu llegases. Y que te entrenase. Nunca me preguntaron la fórmula. Ni cómo hacerla ellos. Nada. Solamente la preparo, te la doy, y te entreno. A cambio, nos sacaron a mi mujer y a mi del infierno. Así que creo en ellos, pero de todas maneras, eso no es lo más importante. Durante estos días me he dado cuenta de algo que va más allá de todo eso".
Le miré, aguardando, deseoso.
"Tú no eres como ellos. No eres de La Cruz. Ni tampoco de los otros. Tú eres tú. Y eso es lo que me ha dado la pista, de que realmente eres el elegido para este trabajo, desde el principio de los tiempos. Eres un Guerrero, hijo mío. Un Guerrero de La Luz. Y tu destino ya está escrito. Así que prepárate, porque todo Guerrero tiene que estar preparado para el Combate."
En aquellos momentos, no me sentí precisamente un Guerrero.