julio 18, 2005

Día Treinta y Dos



Tal y como me imaginaba, el interior era sencillo. Un pequeño camino nos llevó hasta él, atravesando un jardincillo. Como era de esperar, la madera dominaba el entorno. En la parte de abajo, nada más entrar, un comedor-cocina, un pequeño salón, y unas escaleras que daban acceso a la parte superior, donde me aguardaban dos dormitorios y otra pequeña estancia llena de muebles viejos. Aún así, siendo todo tan espartano, se notaba que había sido restaurado recientemente. Barnizados los muebles y los suelos, la cocina era aparentemente nueva, y todo estaba decorado de esa curiosa manera que te hace pensar "es un decorado, algo preparado expresamente para producir un efecto".
Nadia me indicó que uno de los dormitorios, evidentemente el que tenía la cama más grande, sería el nuestro. Y descubrí con sorpresa que mis cosas estaban allí. En el armario, mi ropa, y cerca de la cama, una bolsa de deporte que conocía muy bien. Mis zapatillas, mi botella de agua, mis camisetas...Todo lo necesario para mis entrenamientos diarios.
"Habéis pensado en todo".
Nadia asintió, contenta. Mientras bajábamos de nuevo, y Nadia le indicaba a uno de los hombres de la furgoneta, que había permanecido en la puerta esperando, que ya podía irse, me informó de que por la tarde, o mañana, iríamos a dar un paseo por el pueblo. Joan había decidido que aquel era el mejor lugar para esconderse si algo ocurría. Estábamos aislados, y como pude comprobar unos segundos después, el teléfono móvil de BMW no funcionaba de ninguna manera. Teniendo en cuenta que no encontraría por allí cerca la manera de cargarlo ni nada por el estilo, preferí desconectarlo y ahorrar batería.
Mientras Nadia hacía café, me asomé a la ventana de la cocina. Desde allí, se podía ver gran parte del pueblo. No había demasiada actividad, pero pude ver algunos niños correteando en el jardín de una de las casas, un coche llegando a otra y descargando leche, bebidas y cosas por el estilo.
Según me comentó Nadia mientras tomábamos el café, un par de veces a la semana se bajaba al pueblo más cercano y se compraban víveres. Eso quería decir que había que recorrer más de 80 km, la mitad para ir y la otra mitad para volver. Realmente, estábamos muy aislados. Entre los habitantes del pueblo había un matrimonio de médicos, y otra familia había habilitado la parte de abajo de su casa como centro de reuniones.
"Algo parecido al bar del pueblo".
Si no hubiera sido porque flotaba en el aire, en el ambiente, un aire de falsedad, de escenario prefabricado, habría sido un lugar idílico. Pero yo no podía dejar de pensar en todo lo que me había llevado hasta allí. Sabía que alguien me estaría buscando en aquellos momentos. Era evidente que habrían encontrado los cadáveres de todos aquellos hombres, que el rescate de Joan era un hecho, y que yo me había ido con ellos. Volví a mirar por la ventana, y sentí que realmente lo iban a tener complicado para encontrarnos allí arriba. Aún así, una parte de mi se sintió muy, realmente muy bien, mientras me relajaba observando el paisaje que nos rodeaba. Era el sueño de cualquiera maratoniano. Allí se podía correr y correr, había caminos, cuestas, y el aire era tan limpio que casi hacía daño. Por lo menos podría correr, entrenarme y pensar en qué hacer.
Como si algo o alguien hubiera leido mi mente, llamaron a la puerta. Nadia la abrió. Se trataba de un hombre, algo más de sesenta años. Delgado, no muy alto. Cabellos canos, piel morena, ojos negros y grandes. Se le notaba musculoso a pesar de los años. Fibroso. Y había un algo de confianza en su mirada, en su sonrisa, en su saludo a Nadia, en su manera de tenderme la mano, en la firmeza con la que estrechó la mía.
"Te presento a Daniel Drezner", dijo Nadia mientras nos estrechábamos las manos. "Tu nuevo entrenador"
¿Entrenador?