julio 07, 2005

Día Veintiocho


A medida que el coche se iba alejando de la ciudad, comencé a sentirme más y más confuso. Esperaba que me trasladasen a algún tipo de instalación gubernamental, algo parecido a un edificio del Ministerio del Interior, en donde Joan estaría siendo interrogado. Sin embargo, al parecer, estaba equivocado. El coche se adentró cada vez más en el interior, alejándose de la ciudad, de la costa, perdiéndose en la maraña de montañas y valles, hasta llegar a una especie de vieja casona que parecía cuanto menos abandonada, rodeada de una carcomida valla blanca, que pretendía proteger lo que quizás alguna vez hubiera sido un jardín, y en estos momentos no pasaban de ser cuatro hierbajos. Pude ver claramente un par de coches fuera de la casa, y a través de una de las viejas ventanas se adivinaba una ténue luz en el interior.
Entramos.
A pesar de aquella luz amarillenta, la casa estaba casi completamente a oscuras. BMW me indicó por donde ir, cruzando lo que quizás alguna vez fuera un pequeño salón, ahora cubierto de sábanas enmohecidas y polvorientas, un conjunto que se te metía dentro, que te obligaba a intentar respirar casi sin conseguirlo.
Subimos unas escaleras que crujían bajo nuestros pasos. BMW en primer lugar, yo siguiéndole y otros dos hombres a mis espaldas. Llegamos hasta un pasillo en el piso superior, y al final, a lo lejos, me señaló la puerta entreabierta. Le miré, sin comprender, quizás sin querer comprender. Pero obedecí su gesto, y caminé hasta llegar a la puerta. La estancia que me esperaba al otro lado estaba mucho más limpia que el resto de la casa. Suelo de madera en una habitación estrecha con un par de sillas, una mesita, una cafetera, una bombilla colgando del techo...y un amplio cristal que nos separaba de la habitación contigua.
A medida que iba entrando en la estancia, pude ver lo que ocurría en la de al lado, a través de aquel cristal del que inmediatamente supe que se trataba de un espejo. Al otro lado, dos hombres permanecían de pie frente a un tercero que, sentado sobre una silla, con la cabeza cubierta por una gran capucha, permanecia alicaído y silencioso. Los dos hombres que le acompañaban vestían de mono negro, y a su lado, sobre una pequeña mesita, pude ver algunos instrumentos que se me antojaron quirúrgicos, jeringuillas, bisturís, y otros aparatos que desconocía.
Me volví hacia BMW. Él se encogió de hombros, con gesto de "no hay otra salida". Supe inmediatamente que el encapuchado era Joan. Lo sabía todo el tiempo. Me separé un poco del cristal, mientras uno de aquellos hombres se le acercaba e inyectaba algo en su brazo. Pasados unos minutos, le oí claramente formular la pregunta: "¿Qué es lo que va a ocurrir?. ¿Dónde? ¿Cuando?".
No hubo respuesta. Solo silencio. El otro hombre le indicó al primero que se apartase, y situándose frente a Joan, golpeó con fuerza su cabeza. La capucha se echó hacia atrás con el golpe, y pude ver su rostro lleno de moratones, sangrante, casi como si de una llaga se tratase.
Volví inmediatamente la mirada hacia la pared. BMW puso una mano sobre mi hombro, pero yo la aparté. Al hacerlo, pude ver el gesto de uno de aquellos dos tipos que nos acompañaban en la estancia. Me miraba con desprecio. Con suficiencia. Y comprendí que era de esos que disfrutan con su trabajo. Y aquel era su trabajo.
Fue entonces cuando oímos el golpe en el piso inferior. Y pasos. Y gritos.
Y Disparos.