mayo 17, 2005

Día Veintidos



Volver a SegCom ha sido probablemente una de las cosas más raras y extrañas que me han ocurrido nunca.
Después de madrugar, o debería decir más bien abandonar la cama después de una noche plagada de pesadillas, y salir a entrenar durante algo más de una hora, he decidido dar un largo paseo en dirección a SegCom. Por cierto, hoy he consultado el calendario. Faltan poco más de dos meses para el gran día. El XXV Maratón de La Ciudad. Es increible como los días han ido pasando y cómo me gustaría sentirme más conectado a aquello para lo que me llevo preparando tanto tiempo. Pero no puedo. Demasiadas cosas en mi mente. Mientras entreno, casi consigo olvidarme de todo. Pero basta una buena ducha y un paseo por la ciudad para que todo lo ocurrido en las últimas semanas vuelva, haciéndome sentir ese vértigo en la boca del estómago que tanto odio.
Hay un parque, maravilloso, frente a SegCom. Y, en un día soleado y claro como hoy, el parque estaba incluso más fresco y verde que nunca. Me encanta pasear por él. A veces incluso me he traido la bolsa con las zapatillas para entrenar al salir del trabajo, por las tardes, sobre todo en verano. Y hoy, al llegar a SegCom, me he entretenido un rato paseando antes de entrar. Quizás porque odiaba lo que me esperaba allí adentro, en el mismo lugar en el que tantas alegrías he tenido charlando y ayudando a algunas personas con mi trabajo diario.
El Parque estaba muy tranquilo a primera hora de la mañana. Algunos estudiantes sentados, charlando, y una docena de deportistas entrenando, alguno de ellos quizás para el mismo maratón para el que yo me entreno casi a diario. Todo envuelto a su vez en un aura de calma y sosiego que no podía sino envidiar. Así debería ser el mundo. Volví mi mirada hacia el imponente edificio de SegCom. Y así era realmente el mundo.
Todos mis compañeros, aquellos con los que me cruzo todas las mañanas al llegar al trabajo, pasaban ante mi, a mi lado, o me saludaban, como todos los días. Como un día más. Pero no era un día más. Podía ver sus saludos, sus sonrisas, como si de una filmación a cámara lenta se tratara. Ellos ignoraban algo que yo sabía. La empresa para la que trabajaban, en buena parte, quizás en una parte demasiado importante como para ser aún cuantificada, estaba en manos de una pandilla de fascistas que se proponían...sabe Dios qué. Y lo que más me aterrorizaba de todo aquello es que SegCom era una más. Una entre muchas.
Me detuve al llegar a mi mesa. Al lado, la de Carlos. Limpia, sin sus papeles, sus carpetas. Inmaculada, exceptuando el ordenador. Nada más. Alguien se había encargado de llevarse todas sus cosas.En aquel momento, mientras me sentaba y conectaba mi ordenador, mi móvil me avisó de que un mensaje acababa de llegar. Era de Carlos.
"Tengo a diez personas que trabajan para mi. Y acabo de entrar en el servidor seguro del Banco de España. Creo que he pasado la prueba. Esta noche pásate por mi casa".
Carlos estaba tan ilusionado como un niño. Se creía, estaba seguro, de que podía jugar con ellos y llevarlos por su camino, y de paso aprovecharse y ver su sueño de ser un hacker en toda regla cumplido.
Esta noche, tendríamos una conversación seria.
Las puertas de SegCom se abrieron y comenzó a entrar gente. Y la mañana caminó, más rápido de lo esperado. Asesoré a unas cuantas personas, contraté unos pocos seguros...y cuando la hora de comer se acercaba...mientras tecleaba tranquilamente los datos de una pareja que acababan de comprar un apartamento, y me preguntaba cuanto tardaría en tener noticias de Nadia...me di cuenta.
Al ver los datos de aquella pareja en el ordenador, los datos que yo había tecleado. Levanté la mirada. Mis compañeros en aquella planta...todos tecleaban. Algunos atendían a otras parejas, o a individuos que venían a contratar o buscar asesoramiento. De todos ellos, tomábamos buena nota. Sus datos, un historial, sus pertenencias...En un seguro cabe casi de todo. Y nosotros teníamos allí, en SegCom, los datos, las direcciones, el historial, la vida de miles de personas, la mayoría habitantes de la ciudad.
Y todos aquellos datos estaban en las peores manos que uno pudiera imaginar.