julio 14, 2005

Día Treinta y Uno


Hacia la madrugada la furgoneta se detuvo. Miré a través de la ventanilla. Estábamos en una estación de servicio, que parecía alejada de la Mano de Dios y de cualquier lugar civilizado. Los surtidores se veían viejos, uno de ellos aún tenía la pegatina de "super" y "el bar" no era otra cosa que un decrépito local iluminado apenas por lo que, si no era la luz de unas velas, al menos lo parecía.
El conductor de la furgoneta bajó y regresó con unas pequeñas botellas de plástico, que él mismo había llevado vacías, llenas de café. No sabía especialmente bien, pero al menos sentí que calentaba mi cuerpo, y eso me hizo despertar un poco de la ensoñación en la que me había visto envuelto hasta el momento.
Finalmente, continuamos camino. Nos movíamos despacio. La carretera, si es que así se la podía llamar, comenzó un lento ascenso. Y al poco rato simplemente dejó para siempre de llamarse carretera, para convertirse en un viejo camino serpenteante. Seguíamos ascendiendo, mientras la noche avanzaba. A mi lado, Nadia se había quedado dormida, cogiendo mi mano, y yo no quise soltarme, y sorprendentemente para mí me sentí reconfortado al tacto de su piel. Nadia es de esas mujeres que tienen la piel suave, a base de cuidados y mimos, y quizás en parte debido a su naturaleza, pero uno se siente vivo y tranquilo cuando esa piel está cerca de la suya.
Lentamente, comenzó a amanecer. El primer hilo de sol hizo que Nadia diese un respingo, y entreabriera los ojos. Su mirada, al principio borrosa a causa del sueño, pareció iluminarse al pasar sobre mi cabeza, hacia el exterior. Seguí sus ojos en busca de respuesta...y la encontré.
Nos encontrábamos en lo alto, muy en lo alto...de alguna parte. El sol despuntaba a lo lejos, y dibujaba ante nosotros la silueta de un viejo pueblo. No más de treinta casas y los polvorientos caminos que las unían. Quizás hubiera estado abandonado en algún momento, pero ya no. Aunque no se veían siluetas ni vida, supe de inmediato que en nuestro destino no estaríamos solos. Las entradas a las casas, las cortinas en las ventanas, humo saliendo de un par de chimeneas...supe que allí vivía gente, supe que nuestro destino era aquel lugar...y que aquel sitio significaba algo.
"Lo hemos recuperado nosotros", me dijo Nadia mientras la furgoneta atravesaba el pueblo, entre las casas. Pude ver algunas personas entonces, asomando entre las cortinas. Gente normal. Gente como la que veía todos los días en la ciudad o en mi trabajo. Hice un rápido cálculo mental. Probablemente, cerca de un centenar de personas en aquel pueblo perdido en medio de la nada. Y supe cual era la pregunta que tenía que formular.
"¿Hay más?".
Los había. Por todo el pais. Familias enteras vivían en ellos. Pueblos abandonados como aquel, ahora recuperados. Adeptos que se habían ido uniendo poco a poco a La Cruz. En su mayor parte, los habían buscado. Y enseguida supe cómo.
SegCom.
El lugar perfecto. Datos y más datos sobre parejas, familias, hombres, mujeres y niños. Así era cómo los captaban. Por supuesto, no fué así como me lo contó Nadia. Para ella era "otra cosa". Les ofrecían la oportunidad que buscaban. Ellos se ajustaban a un perfil, conservador, amante de la vida rural, familiar, necesitado de un futuro, y ellos les ofrecían ese futuro recuperando aquellos pueblos.
La furgoneta se detuvo frente a una de aquellas casas.
"Este será nuestro hogar".
Nuestro hogar.