julio 27, 2005

Día Treinta y Seis


Durante el trayecto hasta la casa de Drezner, pude sentir la tensión, la desconfianza mal disimulada, que manaba de Nadia. Nunca hasta ahora la había percibido de aquella manera. En cierto modo, era como yo. Actuaba como yo. Leal a una creencia quizás no tan lejana como la mía. Un objetivo. Un modo de ver la vida. Pero ella estaba allí, bajo las estrellas, caminando, cogiendo mi mano, porque así lo había decidido. Yo, al contrario, lo hacía empujado por una casualidad, aquella que había llevado aquel casi olvidado mensaje a mi ordenador.
No, definitivamente, ella salía ganando. No hay nada más poderoso que una convicción absoluta.
Nadia me dijo durante el camino que la cena no podría ser en casa de Joan. El mismo Drezner había insistido en invitarnos a todos a una cena preparada por su mujer, y nadie se había podido negar.
La casa de Drezner era muy parecida a la nuestra. Y, no lo voy a negar, al escribir "la nuestra", siento una extraña comezón, un sentimiento de indefinición que recorre todo mi cuerpo. Pero de alguna manera tengo que llamar a eso que Nadia define como "nuestro hogar".
Joan parecía casi recuperado, lo cual no deja de ser sorprendente. Al caminar, se le notaba el peso de la herida, y en ocasiones, durante la cena, en la que apenas habló, dejando todo el protagonismo al anfitrión, le noté alicaido, lejano, pensativo. Muy al contrario, la mujer de Drezner, Ángela, me pareció alguien dotado con el "don" de la alegría y la vida. Sentada al lado de su marido, él apenas dejaba que se levantase, sirviendo los platos, y mirándola todo el tiempo de esa manera que solo una palabra de cuatro letras puede definir. Algo difícil de creer en medio de aquel caos...o quizás no tanto. Si realmente aquellos que vivían en el pueblo lo hacían en busca de un futuro mejor o, en el caso de aquella pareja, de un ocaso al fin tranquilo, no cabía la menor duda de que su única lucha consistía en hacer de aquel lugar un "mundo" mejor.
En Ángela noté el acento argentino apenas perceptible en su marido. Drezner asintió y mientras saboreábamos un delicioso plato de pasta, nos contó su historia. Bueno, me la contó a mi, porque Joan y Nadia ya la conocían. Y los dos hombres que permanecían en la entrada de la casa, disimuladamente ocultos en la noche, vigilando, no parecían estar muy interesados en el tema.
Drezner había sido un medio-fondista de renombre durante la época de la dictadura en la argentina. Y Angela, una activista de los derechos humanos. Por desgracia, eran malos tiempos para ser activista de nada, y ambos habían sido encarcelados. Además de eso, a Drezner le habían arrebatado el derecho a dar clases de química a los chavales. Por eso, ahora estaba doblemente contento. Por un lado, podía entrenar en medio de la montaña. Y tenía un compañero para hacerlo. Y además daba clases a los chavales del pueblo un par de veces por semana. Y, de repente, me encontré escuchando viejas historias de la Argentina, de su viaje a los glaciares, de sus recuerdos, de un perro que se llemaba Tristón que un día se fue y nunca volvió. Y de nuevo de aquel viaje que había sido tan especial para ellos, del frío que habían pasado, de su vida y de sus recuerdos. A Angela, aquella mujer de cabellos canos, ojos grandes, claros y cristalinos y sonrisa sincera, como la de su marido, se le humedecía la mirada solo con oirle hablar.
Al nombrarme a mi como su nuevo "pupilo", una bendición como caida del cielo, Drezner alargó su mano y tomó la mía sobre la mesa. Sentí que un frío inesperado recorría mi cuerpo, pero no era miedo en absoluto, sino algo totalmente nuevo. Confianza. Cariño. Tranquilidad.
Algo impensable tan solo unos minutos antes.
También pude ver, por el rabillo del ojo, como Joan y Nadia cruzaban una rápida mirada de complicidad, satisfechos. Nunca he podido ocultar cuando algo me emociona o me estremece. Últimamente estoy aprendiendo a hacerlo, pero no fue el caso en ese momento, simplemente porque no podía.
No podía hacer otra cosa que rendirme ante aquella pareja que me miraban como a un hijo.
Al despedirnos, Drezner me emplazó para el día siguiente, para nuestro entrenamiento diario. Yo asentí, y mientras caminaba con Nadia de regreso a casa,y ella hablaba con voz cálida de aquella pareja y de lo bien que se sentía siempre que estaba a su lado, descubrí que estaba deseando que el día siguiente llegase, para poder entrenar al lado de aquel hombre con el que me sentía realmente a gusto, tranquilo y seguro.
Mi entrenador.