julio 28, 2005

Día Treinta y Siete


Con mayor rapidez de lo esperado, han ido pasando los días. Una semana, en concreto. Mi vida es una rutina dentro de otra rutina. Y me gusta. Por las mañanas, temprano, Drezner y yo entrenamos. Me gustaría encontrar una explicación a mis progresos, porque no me creo que el aire de la montaña y un entrenador, sin más, hayan conseguido que en tan sólo siete días haya pasado de hacer el kilómetro en 4´:40´´ a unos inesperados 4´:10´´. Nunca antes había ni siquiera rozado esas marcas. Bajar de los cinco minutos me llevó más de cinco meses de duro entrenamiento. Drezner simplemente sonríe, y sus ojos se iluminan al ver el cronómetro. Su mirada amable y amiga, sus gestos de ánimo, y sobre todo esa bebida isotónica que nos tomamos al acabar el entrenamiento (y ahora también por las noches, antes de la cena), han hecho el milagro.
Ayer pude verle en el aula del "colegio". Un aula improvisada, que en verano es al aire libre. Catorce niños de entre 8 y 13 años le escuchaban atentamente. Se diría que les hipnotiza con sus palabras, de la misma manera que sus buenos consejos a la hora de correr, de acomodar mi postura al terreno montañoso, hacen que el progreso, mi progreso, continúe, casi podría decir que día a día.
Por su parte, Joan ha empezado a dar pequeños paseos por el pueblo, acompañado de sus "guardaespaldas" y de un bastón. Él es el único que desentona en este paraje perdido, en este mundo idílico. Y, a su vez, este lugar de maravillas ha nacido, en parte, de su mente. Contradictorio.
Nadia, por su parte, le acompaña en esos paseos, se deja aconsejar por Angela Drezner a la hora de preparar la pasta que empuja mis piernas, dedica las tardes a leer y, lo sé, cuando yo estoy entrenando y ella no está con Joan, se encierra en esa habitación y utiliza su ordenador. Ese ordenador.
No puedo olvidar mi objetivo. Debería de ser capaz, de alguna manera, de conseguir los datos del portátil. Copiar sus archivos en un CD, y llegar hasta alguna parte en donde pueda encontrar la cobertura suficiente para usar el móvil de BMW y ponerme en contacto con el Gobierno.
Debería hacerlo, intentarlo, trazar un plan. Aunque ello implique dejar de entrenar con este hombre que convierte cada día en algo nuevo, que me cuenta historias sobre sus viajes, sobre su matrimonio, sobre la adoración que siente por su mujer, mientras corremos codo con codo todos los días. Debería hacerlo, aunque eso signifique el fin de estos inesperados progresos en mi entrenamiento. Debería hacerlo aunque ello dé al traste con mi sueño de participar en la maratón de la ciudad, o de cualquier otra ciudad pero, por fin, en una maratón.
Mi sueño.
Mi cuerpo está cada vez más delgado y fibroso. Tengo el peso justo, la fuerza necesaria, la voluntad y el valor para salir y correr como nunca antes en mi vida.
Y, a cada minuto que pasa, siento que mi otro objetivo, huir de aquí, entregar a las autoridades a Joan, a Nadia, descubrir y desmantelar lo que sea que esta gente se propone...se va debilitando. Y se debilita porque conseguir ese objetivo implicará dar al traste con los sueños de todos aquellos que, engañados o no, han venido a este paraiso a vivir...a todos los paraisos repartidos por el pais. Aunque sea por una causa mayor, probablemente para salvar vidas, quien sabe lo que La Cruz pretende realmente...al ponerlos al descubierto...este sueño se acabará para todos los inocentes, gente como Drezner y su mujer, que han venido, quizás huyendo, sin duda buscando un mundo mejor.
Mi decisión se debilita y, proporcionalmente, mis piernas y mi cuerpo progresan y se acercan al sueño de mi vida. Sentado aquí, al lado del arroyo más hermoso que puedo recordar, formado por el agua cristalina que desciende desde lo alto de la montaña, bajo el sol que aún no calienta...me siento flaquear.
Y, cada día, un poco más.