mayo 09, 2005

Día Dieciocho



Ni que decir tiene que, mientras Nadia conducía entre las luces palpitantes de la ciudad, en una de esas noches en las que todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo para salir a cenar, a tomar una copa, a bailar o a lo que sea, yo no podía hacer otra cosa que no fuera mirar fijamente al frente, sentado a su derecha, absorto, recordando las palabras que BMW pronunciara minutos antes e intentando encontrar entre sus frases nuevas pistas que me llevaran, que me permitieran adelantar los acontecimientos que se precipitaban hacia mi esa noche.
Fuimos a un restaurante, La Gava, que por supuesto, como yo suponía, se salía mucho de mi presupuesto, no así de el de Nadia, que había reservado una romántica y alejada mesa, al lado de un inmenso ventanal que nos permitió observar, mientras cenábamos, la bahía iluminada por las luces de la costa y la inmensa luna que esa noche parecía otearlo todo.
Nadia estuvo extremadamente amable y cariñosa. Y yo me sentía extraño e incluso algo malvado fingiendo que nada malo me ocurría, cogiendo su mano sobre la mesa y acariciándola, perdiéndome en sus ojos brillantes, casi dejándome llevar por el ambiente que nos envolvía. Pero no era así, y eso me suponía mentir a alguien que, de momento, no había hecho nada que me hiciera pensar que se merecía mi engaño. Sólo tenía la palabra de un desconocido, que se había referido a ella como "esa señora y su grupo de amigos". ¿Qué grupo de amigos? ¿Qué había hecho Nadia y qué había en su ordenador que mereciera una investigación del Gobierno?.
Mientras la velada y la cena avanzaban, me di cuenta de que Nadia iba llevando la conversación hacia un terreno inesperado para mi. Al principio supuse que lo hacía para ayudarme a olvidar la reciente muerte de mi padre, intentando introducir en nuestra conversación un tema trivial, pero poco a poco me fui dando cuenta de que ese tema trivial no lo era tanto. Comenzó hablando de lo importante que era nuestro trabajo en SegCom, sobre todo para las familias que necesitaban algún tipo de seguridad en este extraño principio de siglo que les había tocado vivir, y lentamente la conversación terció hacia la estructura familiar clásica, cada vez más dañada por el paso del tiempo, y a su vez ésto derivó hacia la manera de hacer política en nuestro pais en los últimos tiempos, y poco a poco me vi envuelto en una disertación sobre el camino andado por nuestro pais en los últimos años, la mano dura que parecía iba a emplear el gobierno conservador pero que al final se había quedado en nada y, peor aún, la llegada de un grupo de liberales de izquierdas al gobierno.
Todo esto podría pasar simplemente por una conversación trivial, pero no había trivialidad en las palabras de Nadia. Sentía como si me encontrase ante una persona diferente. Seguía viendo la dulzura, estaba aún allí, pero había otra capa, y esta capa envolvía una especie de deseo de rebelión ya no contra la sociedad, sino contra el mismo sistema en que nos encontrábamos. Un posicionamiento que parecía no distinguir entre conservadores y liberales, entre derecha e izquierda, sino que iba un poco (o un mucho) más allá.
Sin darme cuenta, quizás empujado por las palabras de BMW, por la curiosidad, por un deseo innato de saber hacia donde me estaba llevando todo aquello, yo asentía ante sus palabras, fingiendo estar de acuerdo con aquella inesperada postura, aquella revelación, y ésto parecía animarla a seguir hablando, usando términos como "cobardes, rojos, uso fraudulento de la democracia" y alguno que otro más. Y yo asentía, fingiendo una vez más.
La cena se terminó casi sin que me diese cuenta. Yo estaba fascinado ante la mujer que tenía ante mí, ante la que parecía ser una nueva mujer. Nadia, contenta y animada con mi postura, me hizo un guiño mientras me invitaba a levantarme.
"Vamos a conocer a alguien", dijo.
La seguí a través del comedor. Los otros comensales ni se inmutaron. Cruzamos el elegante restaurante hasta llegar a unas cortinas rojas, que Nadia apartó ligeramente. Tras ellas, una puerta oscura. La puerta se abrió. Nadia parecía disfrutar con aquello. Yo comenzaba a sentirme extrañamente impaciente. Caminamos por un estrecho pasillo. Al fondo, otra puerta, entreabierta, y un ligero murmullo al otro lado.
Lo primero que vi, al abrirse la puerta, fue una reproducción de La Cruz que mi padre me entregara, y que colgaba alrededor de mi cuello, esta vez clavada en una pared, presidiendo una ovalada mesa, en la que permanecían reunidos una veintena o más de hombres y mujeres. La luz era ténue y cálida. Se hizo el silencio cuando entramos en la estancia. Sentí como Nadia cerraba la puerta a mis espaldas. Al irse acostumbrando lentamente mis ojos al cambio de luz, comencé a distinguir más claramente las figuras que permanecían alrededor de la mesa. Todos hombres y mujeres ejecutivamente vestidos. Y reconocí inesperadamente a algunos de ellos. Sus caras me sonaban. Les había visto en los pasillos de SegCom.
Presidiendo la mesa, un hombre de unos cincuenta años, cabello cano y arrugas marcadas, ojos negros, pequeños y penetrantes, alto y fuerte.
Nadia me invitó a caminar, y yo, mirando de reojo a los presentes, intentando aparentar confianza, caminé con ella a mi lado, hasta llegar a la cabecera de la mesa. No podía dejar de mirar a aquel hombre. Nadia le saludó con un ademán algo vago, y nos presentó. Se llamaba Joan.
Fue entonces cuando reparé en la persona que estaba sentada a su lado, mirandome fijamente, sin atisbo de emoción en su rostro. Desentonaba un poco, pero aún así estaba afanadamente vestido para la ocasión, con una chaqueta negra y una camiseta blanca debajo.
Carlos.