agosto 16, 2005

Día Cuarenta y Cuatro


Mientras me sentaba sobre una roca, esperando a que alguien contestase al otro lado, mientras echaba un vistazo al magnífico paisaje que me rodeaba, sentí frío. Y algo de miedo también. Pero duró apenas unos instantes. Alguien contestó al otro lado. Una voz de mujer. Simplemente un "¿Diga?", una voz neutra, sin ruido de fondo, sin estática, sin nada.
Intenté explicarle quién era, o lo que había ocurrido. No recuerdo exactamente las palabras. No recuerdo nada que no fuera un silencio absoluto al otro lado de la línea, hasta que la voz me pidió que esperase un momento, y el momento se convirtió en eternos minutos hasta que otra voz, esta vez un hombre, me solicitó calma, y me preguntó cómo había llegado el teléfono a mis manos. Le expliqué nuevamente lo ocurrido en la casa, hablé de La Cruz, y entonces me preguntó si sabía dónde me encontraba. Mi respuesta no pareció desanimarle. Me rogó que no apagara el teléfono móvil bajo ningún concepto, y que confiara. En poco tiempo, volveríamos a hablar.
Volví a quedarme a solas en aquel paraje. Solamente me acompañaba el canto de los pájaros, y algún que otro sonido proviniente del bosque cercano. Ramas rotas, ardillas quizás. No lo sabía. Simplemente bebí agua, comí un poco de pan y esperé. Quería no recordar, pero a mi mente acudió Nadia, y Joan, y sentí que me estaban buscando. Era seguro. Y me encontrarían antes que ellos. Quizás esta vez las cosas se torcieran demasiado para mí.
Pasaron un par de horas. Entrecerré los ojos un par de veces, algo cansado. Quería dormir, pero no era una buena idea. Comenzaba a preguntarme si algo de todo aquello era buena idea cuando llegó el sonido. Apenas perceptible en un principio, firme y grave a medida que pasaban los segudos.
Entonces lo vi claramente, sobre mi cabeza. Un helicóptero, sobrevolando los árboles, desde detrás de las montañas. A unos quinientos metros, entre el bosque y la roca en la que descansaba, había un pequeño claro, que aprovechó para tomar tierra. Me incorporé y caminé lentamente hacia él. La puerta se abrió. Había dos hombres y el piloto dentro. Uno de ellos me indicó que me acercase. Alto, mediana edad, barba perfectamente cuidada, cabello escaso. Al lado del piloto, alguien que parecía militar. Al menos, algo en su mirada, en sus gestos, parecía indicarlo.
Me senté al lado del hombre de la barba. El helicóptero comenzó a elevarse. Me sentí incómodo. A medida que lo hacíamos, y mientras aquel hombre me enseñaba su identificación del Ministerio del Interior, pude ver el valle en el que me encontrara hasta hacía unos minutos. La vista desde allí arriba era magnífica. Pero mis ojos no alcanzaron a distinguir el pueblo, ni a nadie más. Por supuesto, el helicóptero volaba en dirección contraria.
Hacia La Ciudad.
Hicimos la mayor parte del viaje en silencio. Pronto me encontré sobrevolando la ciudad que recordaba, los altos edificios acristalados, el puerto, la costa. Mi ciudad. No supe cuánto la echaba de menos hasta que vi el reflejo del helicóptero en uno de aquellos edificios.
Estaba de nuevo en casa.
Justo unos minutos antes de tomar tierra, en un helipuerto de un edificio del centro, sentí su mirada. El hombre de la barba me miraba de reojo. Por alguna razón, sentí que me esperaba, que de alguna manera sabía de mi existencia, y durante un breve instante, comprendí que algo se me había escapado en toda aquella trama.
Me faltaban unos pocos segundos para comprenderlo todo.