agosto 09, 2005

Día Cuarenta y Dos

Estoy acostumbrado, muy acostumbrado, a madrugar. Cuando hay alguna competición, un medio maratón, un diez mil, lo que sea, uno necesita desayunar y al menos dejar pasar tres horas hasta el momento de competir, y esas competiciones suelen comenzar temprano, en ocasiones a las nueve de la mañana. Y, en verano, siempre me ha gustado entrenar antes de ir al trabajo, lo cual a veces quería decir que había que levantarse sobre las cinco y media de la madrugada.
En esta ocasión, tocó madrugar mucho más.
Nadia dormía a mi lado cuando abrí los ojos. Creo que no los había cerrado en toda la noche. Pero tenía que fingir que así había sido. Y confiar en la suerte. En el baño, todo estaba preparado. La mochila, dos botellas con agua, mi ropa deportiva, el teléfono móvil de BMW...Me vestí, calzándome las zapatillas, ajustándome las mallas cortas, la camiseta, la gorra, la chaqueta del chandal, me eché la mochila a la espalda y volví a pasar por delante de la habitación. Nadia seguía durmiendo.
Salí al exterior, oscuro, negro como el café más negro. Rodee la casa y subí el canalón hacia la habitación contigua al baño. Una vez más, procurando hacer el mínimo de ruido posible, entré en la estancia. El ordenador de Nadia, con el que había estado trabajando unas horas antes, estaba en su sitio. Lo introduje en la mochila. Un poco apretado, pero bien. No pesaba demasiado. No supondría un problema.
Salí de nuevo al exterior.
Había un par de coches en el pueblo. Por si algo ocurría. Nunca se sabe. Pero no podía perder tiempo buscando unas llaves, dejándolo caer cuesta abajo por la colina sin encender el motor para evitar el ruido, y ese tipo de cosas. La única manera que tenía de salir de allí era de la única manera que sabía hacerlo.
Corriendo.
Había 40 km, más o menos, hasta la población más cercana. Hasta el lugar de donde venía. O cualquier otro, me daba lo mismo. Esperaba al menos encontrar cobertura antes y poder llamar a alguien. Había estado examinando la agenda del teléfono de BMW. No había nombres, todo eran abreviaturas, y la verdad, ninguna me decía nada, pero en la lista de últimas llamadas recibidas se repetía constantemente una de aquellas abreviaturas. REM. No creo que se tratase del grupo, así que seguramente algo significaba. Esperaba que se tratase de algo bueno, que me viniesen a buscar, y así poder contarle mi historia a alguien. Lo que hicieran después, me daba lo mismo. Supongo que vendrían a aquel pueblo, que detendrían a Joan y a los suyos, y que yo podría pasar página y olvidarme de todo lo ocurrido en las últimas semanas.
Comencé a correr, despacio. No quería perder tiempo, pero tampoco agotarme. Sólamente salir de allí, alejarme lo máximo posible. A lo lejos, sobre el horizonte, pude ver el primer hilo de luz del amanecer, y sobre este resplandor, la sombra nítida de un pájaro sobrevolando la lejanía.
Me quedaba un largo camino, pero al menos había tenido suerte. Cuando me echaran de menos, quizás dentro de una hora o un poco más, estaría lo suficientemente lejos como para que no pudieran alcanzarme.
Resultaba fácil correr a primeras horas de la mañana. Me habría gustado llevarme un poco de la bebida que Drezner me suministraba todos los días, pero era del todo imposible. Él la traía consigo cuando comenzaban los entrenamientos, y siempre la dosis exacta para el día.
En aquel momento, mientras mi cuerpo se calentaba corriendo, y la sangre fluía hacia mis músculos con fuerza, comencé a sentir que echaba aquella bebida de menos cada vez más.
Y que la echaría en falta mucho más a medida que avanzara el amanecer.