agosto 08, 2005

Día Cuarenta y Uno


Mientras caminábamos, lejos del pueblo, ascendiendo lentamente la colina en la que entrenara horas antes, sobre nuestras cabezas, sobre mis recuerdos, sobre el mundo, comenzó a teñirse de rojo el cielo, y yo veía el rostro de Silvia a mi lado, oscurecido a medida que el ocaso avanzaba, pero aún lo suficientemente nítido y claro como para preguntarle la que tenía que ser, sin duda, la pregunta.
¿Porqué?.
Lo peor de todo, lo más temido, es que ya sabía la respuesta.
La Cruz.
Yo seguía sin comprender la capacidad de convocatoria que Joan y los suyos, que aquella organización salida de unas mentes enfermas pero, a su vez, nítidas en sus objetivos, tenían sobre el resto del mundo. Estaba seguro de que Silvia tenía una historia, una historia anterior a aquella que yo conocía, y de alguna manera aquella historia le había llevado hasta mi en otro tiempo, y lo que más me aterraba es que lo había hecho...cumpliendo las directrices de otros.
"No te asustes", susurró mientras se detenía y me miraba, y parecía recordar con melancolía tiempos que, ambos lo sabíamos, habían muerto. "No fue nada malo. Fue maravilloso. Estoy segura de que tú también lo recuerdas así. Nos quisimos. Era necesario que conocieras el amor de verdad, y el dolor que supone la pérdida. Si no hubiera sido así...ahora no estarías donde estás, no te habrías librado del caos que entró en tu vida, no desearías ayudar a los demás...no correrías como el viento...".
Me embobaba con sus palabras, y al hacerlo venían recuerdos que yo creía desechados. Y las preguntas seguían allí. Me sentía como si mi vida, al menos en una gran parte, hubiera sido "fabricada" por gente hasta hace poco desconocida para mí. Y lo que más odiaba de todo aquello es que seguía sin saber la razón.
"Joan te la explicará. Cuándo llegue el momento. El futuro, nuestro futuro, tu futuro, es frágil, y lo estamos construyendo de la misma manera que se infunda aire al vidrio para crear algo sólido. Con cuidado, con cariño, con mimo. Por eso, cada paso, cada momento, es importante".
Me tocó, acariciando mi mejilla. Cerré los ojos, recordando su piel, su aliento caliente, sus palabras en mis oidos, sus manos en mi pecho. Entonces, retiró la mano, y volvió a mi aquella sensación de pérdida, de desaliento, de falta.
Abrí los ojos. Me miraba sonriendo, feliz. Yo no podía entender porqué. O tal vez sí. Para ella, todo tenía sentido.
"Tienes que confiar. Cuando todo esté claro, serás también feliz, como yo ahora. Eres más de lo que eras cuando me fuí. Eso es lo único que importa".
Quise decir algo, pero me descubrí sintiendo que ella tenía razón. Caminamos de regreso al pueblo, ya casi de noche. Nos detuvimos unos segundos en el camino que lo cruzaba, y ella tomó mi mano, durante un instante, volviendo a sonreir. Después, acarició nuevamente mi mejilla, su mano se retiró, y la vi alejarse camino arriba. Supe entonces que no volvería a verla. Había terminado de cumplir su función. Me estaban preparando para el gran momento, y yo podía sentirlo cada vez más y más cercano.
Miré hacia mi casa, y en el piso superior, a través de una de las ventanas, la de nuestra habitación, pude ver a Nadia, mirándome, aguardando.
Entonces lo supe. No iba a esperar ni un minuto más. Entraría en aquella habitación, metería el ordenador en mi mochila y huiría de allí. No iba a esperar a que aquella pandilla de sociópatas siguieran decidiendo mi destino. Tampoco iba a esperar una explicación. Estaban todos locos, como jodidas cabras, y el momento de la manipulación había terminado. En aquel instante, ni siquiera sentía curiosidad por saber cuál era "el plan", cuales eran sus objetivos, el porqué de todo aquello. Con lo que sabía eran suficiente. Si huía, si entregaba aquel ordenador al Gobierno, todos los planes de aquellas mentes enfermas se vendrían abajo, me dejarían en paz, y yo podría seguir mi vida, creándolo, creciendo, viviendo sin tener nada que ver con sus patrañas.
Era hora de joderlos a ellos.