agosto 02, 2005

Día Treinta y Nueve


Encontrar el instante preciso fué quizás lo más difícil. Pero ocurrió. Tenía que ocurrir en algún momento. Y creo que tuvo lugar en el mejor instante posible. Aún así, nada podía ni iba a ser como yo me lo imaginaba.
Acababa de terminar el entrenamiento, esta vez al atardecer. Drezner me había cronometrado, y el resultado me había dejado completamente fuera de lugar. 12 km en 47 minutos y medio. Eso quería decir menos de 4 minutos por kilómetro. Nunca en mi vida, nunca, ni siquiera había soñado en acercarme a una marca semejante. Nunca. Era como aterrizar en otro planeta, descubrir que no era yo el que corría o algo por el estilo. Era, por momentos, como si aquello no me estuviera ocurriendo a mi.
Caminamos hasta la casa que compartía con Nadia, mientras terminaba, como siempre, la bebida que Drezner me había preparado. Yo sabía, lo sabía con seguridad, que aquel líquido tenía algo que ver. Pero me recuperaba mejor que nunca, no me encontraba cansado, no me encontraba mal en ningún momento, y en realidad, me veía y me sentía mejor que nunca. Si además de eso hubiera tenido las ideas claras, habría sido perfecto. Pero, evidentemente, una bebida no podía afectar a mis ideas o a mi visión del mundo.
La casa se encontraba solitaria. Nadia me había dejado una nota. Había ido a pasear con Joan. Y había una taza de café en el fregadero. La tomé entre mis manos. Aún estaba caliente. Sin pensar en ducharme ni nada por el estilo, subí las escaleras de tres en tres y llegué hasta la habitación cerrada a cal y canto. La puerta era un bloque sólido, y aunque la empujé con fuerza, no se movió ni un milímetro. Pensé, dí vueltas a la situación, entré en el baño y me asomé a la ventana. Desde allí se podía ver la ventana de la habitación contigua. Estaba cerrada, pero se podía abrir perfectamente desde el exterior. Y un largo canalón llegaba hasta esa ventana.
Tuve suerte, y no me crucé con nadie. Subí el canalón sujetándome con firmeza, y al llegar arriba abrí la ventana sin problemas, apoyando una mano en el cristal y empujando hacia arriba. Por lo visto, no pensaban en todo.
El interior de la habitación era realmente poca cosa. Un par de muebles viejos, el ordenador de Nadia y un modem inalámbrico. Abrí el ordenador y en cuanto hubo cargado el sistema operativo, me encontré con la esperada contraseña de acceso. Era evidente que no iba a poder copiar nada. Se me ocurrían un par de palabras, pero estaba claro que ninguna me iba a dejar acceder. Tenía que llevarme aquel ordenador de allí, y huir. No podía hacer otra cosa. Si Carlos hubiera estado conmigo, seguro que habría entrado en dos minutos, se habría conectado a sabe dios qué satélite a través del modem y...
Pero de nada servía pensar en Carlos ahora, o en cómo podrían haber sido las cosas. La siguiente opción, la única, era escapar. Y tenía que hacerlo cuanto antes. Si permanecía un instante más entre aquella gente...sentía que terminaría desfalleciendo. Por alguna razón, simpatizaba segundo a segundo con aquella forma de vida, y eso, lo sé, lo siento, consigue que me olvide de que esa gente ha matado a otra gente para llegar hasta aquí.
"Como ha hecho este gobierno y cualquier otro. Matar gente para conseguir objetivos. Lo que ocurre es que si ellos lo hacen, está bien, y si alguien de fuera lo hace buscando algo mejor...es un crimen".
Esas habrían sido las palabras de Joan, o de Nadia. Sin tenerlo delante, podía oirle perfectamente. Sabía cual era su discurso, su punto de vista, ya no por familiar...sino porque, a cada minuto que pasaba...lo iba haciendo, sin querer, propio.
Cerré la ventana y bajé de nuevo por el canalón. Rodee la casa y abrí la puerta de entrada. Nadia estaba dentro. Pero yo había aprendido a disimular. No había problema. Nadia me sonrió al verme entrar.
"Vienes de entrenar", dijo. "Te estábamos esperando".
Entonces reparé en que, de espaldas a mi, un poco alejada de ella, observando a través de la ventana, había otra persona. Una mujer. Mientras me acercaba a Nadia para saludarla y darle un beso, aquella mujer se volvió lentamente, y pude ver su rostro, sus ojos conocidos, su cuerpo, sus cabellos castaños, su porte esbelto.
Se trataba de Silvia.
La recordaba perfectamente.
Habíamos estado casados dos años.