noviembre 15, 2005

Día Cincuenta y Seis



Todo Perdido.
¿Y qué más da?.
Nadia ha intentado hacerme hablar, pero no tengo el más mínimo deseo de escuchar ninguna argumentación, y mucho menos de ser convencido de que "hay un trabajo que hacer". No creo que eso le importase realmente a Drezner. Es más, ni tan siquiera creo que él creyese con firmeza en toda esta patraña que me rodea día tras día.
Si hay algo cierto en todo esto es que la mejor manera de pasar un mal momento es a solas. Y yo no tengo ganas de aguantar a nadie. Estos bosques son quizás el mejor lugar de todo el planeta para perderse, para pasear, para olvidar y dejar que el tiempo haga su trabajo. Aunque, según Joan, no tenemos demasiado de eso.
Tiempo.
Ángela.
Sentada sobre la roca. Conocía aquella roca. Era la misma sobre la que, días atrás, me encontrara a Drezner cuando entrenaba. Siempre me ha costado creer en las casualidades, pero no creo que aquella roca significase nada para aquel matrimonio roto. Y yo había llegado hasta aquel lugar caminando...por casualidad.
O tal vez buscando.
Ángela permanecía en silencio, mirándo hacia la nada, cuando llegué hasta ella. Se volvió, y sonreía, esa sonrisa melancólica que solamente el dolor puede traer a los labios.
"Deberías estar entrenando", susurró.
Me encogí de hombros mientras me apoyaba en el árbol más cercano a ella. Su rostro acusaba el cansancio de los últimos días, pero parecía haber recuperado una parte de la compostura, de la firmeza que descubriera en ella cuando nos habíamos conocido, semanas atrás.
"No tengo muchas ganas, la verdad".
"Pero es lo mejor que sabes hacer".
Nunca me lo había planteado. Intenté no pensar más allá de aquella frase, pero ya era tarde.
"Durante un tiempo, en mi vida, pensé que lo mejor que sabía hacer era ayudar a la gente, incluso a los que no sabían que necesitaban ayuda".
Ella me sonrió, y pude ver luz en aquellos ojos cansados.
"Quizás esta vez ambas cosas, entrenar y ayudar, signifiquen lo mismo".
Sentí que una bocanada de aire frío, limpio, llenaba mis pulmones. Apreté las manos, los puños, y sentí la fuerza en ellos.
"No creo ni que el propio Drezner creyese en eso...¿usted sabe algo de todo ese asunto...?".
"Yo sé lo que mi marido me contó. Y no es demasiado. Y tienes razón, no creía o al menos, no estaba convencido. Pero el día en que te conoció, y después, cuando entrenábais juntos, siempre volvía con la sonrisa en la cara, vivo y feliz. Así es como le vi, todos los días, hasta que se fué. En cierta manera, entrenar y entrenarte le ayudó...y quizás eso sea la clave de todo".
"¿La clave?"
Ángela se levantó y caminó hasta llegar a mi lado. Tomó mi mano, como si estuviera agradeciendo un regalo que a mi se me escapaba.
"Todos tenemos que hacer lo que tenemos que hacer. Si ya has elegido...tendrás que asumir esa decisión. Como él decía siempre...está dentro de ti".
Me dió un cálido beso en la mejilla y emprendió camino de regreso al pueblo. La vi, alejándose, mientras de nuevo sentía el aire frío en los pulmones, como si se tratase de un jarro de agua frío recorriendo todo mi ser.
Estaba vivo.
De regreso al pueblo, me crucé con Joan, que permanecía en medio del camino en el que Drezner falleciera días atrás, en silencio, pensativo. Se volvió al verme llegar, sorprendido.
"Un día frío".
"Así es", asentí, "perfecto para entrenar".
Me miró sorprendido, y otra vez vi algo en su rostro. Pero fue como una sombra, que enseguida se borró. Y una alegría quizás algo forzada, lo cual no tenía demasiado sentido, cruzó su mirada.
"Adelante entonces", dijo.
Y entrené.
Mejor que nunca.