noviembre 08, 2005

Día Cincuenta y Tres


Durante el resto del día Drezner y yo hablamos tanto que me resultaría literalmente imposible relatar aquí todos y cada uno de los pormenores de nuestra larga conversación. Rememoramos el día en que él y Ángela se habían casado, y lo agradable que resultaba pasear por Buenos Aires cuando llegaba el otoño. Y el café. Echaba de menos aquellos pequeños lugares en donde saborear un expresso, y sobre todo uno, el "Torino", situado frente a la Facultad en donde había impartido sus clases de Química durante tantos años.
Cuando me despedí de él, anochecía ya, y aunque me costó hacerlo, y nos emplazamos para un nuevo entrenamiento, el que sería según su deseo el primero de la última etapa de mi preparación, la que nos llevaría hasta dentro de apenas dos meses, yo estaba terriblemente cansado. Solamente quería echarme y dormir.
Y, sorprendido, supe, deseé, descubrí que echaba de menos el cálido cuerpo de Nadia a mi lado.
Estaba preparando algo para cenar cuando entré. Joan ya se había largado hacía un buen rato, al parecer, y Nadia parecía la mujer más feliz del mundo ahora que el propósito de todo aquello había sido, por fin, revelado. Si en Joan podía vislumbrar la ambición y la codicia sin apenas esforzarme, en Nadia no veía más allá de una creyente absoluta. Creyente en el futuro, fuera éste el que fuera. Y el futuro se acercaba minuto a minuto.
Supe entonces que ella tenía miedo, y me descubrí a mi mismo temiendo también aquel futuro. Después de todo lo ocurrido, después de haber atravesado un sinfín de calamidades, la mayoría de ellas a su lado, o quizás causadas en parte por su propia presencia, estábamos allí, y todo parecía apuntar, una vez más, hacia lo desconocido. Para ella, quizás hacia la confirmación de que sus creencias eran erróneas, y que todo aquel tinglado no era más que un fraude, para mí hacia la incomprensible posibilidad de que todo, absolutamente todo, fuera verdad...incluido el imposible 32 de Diciembre...y lo que más me intrigaba de todo aquello...una batalla...¿contra quién?. ¿Y con qué objetivo y premio?.
Cenamos charlando animadamente, intentando huir de nuestros miedos, y nos encontramos cogiéndonos de la mano al subir las escaleras hacia el dormitorio. Por primera vez en mucho tiempo, desde aquel lejano día en el que fuéramos al Hotel en la Sierra, para pasar un fin de semana juntos, mientras yo entrenaba, busqué su mano, y minutos más tarde, su calor, su cuerpo, sintiendo la vida que me daba a cada segundo transcurrido.
No estaba tan cansado como imaginaba.
Nos susurramos al oido palabras inesperadas, como inesperada era para mi aquella noche, aquel momento compartido, y nos quedamos dormidos abrazados el uno en el otro. Descansamos en silencio, buscando el calor del cuerpo que ya no era ajeno. Interiormente, quizás sintiéndolo mientras dormía, quizás soñándolo, tuve la sensación de que todo se encaminaba hacia alguna parte, y esa parte estaba cada vez más definida.
Me desperté al alba. Desde la ventana de la habitación se entreveía el tono anaranjado que presagiaba un día invernal, frío y sin nubes.
Y entonces lo vi. Sobre la cama, descansando, mirándome fijamente. Un gato blanco y negro, delgado, silencioso. Nunca antes lo había visto, ni en la casa ni por allí, ni tan siquiera en el pueblo. Había más gatos, no demasiados, pero varias familias tenían mascotas. Pero aquel no era un gato-mascota. No era el gato de nadie.
El animal se incorporó y caminó sobre la cama hacia nosotros. Se detuvo, apenas a un par de centímetros de mi rostro, y permaneció mirándome fijamente. Sorprendentemente, descubrí que prefería no moverme y aguardar a ver que ocurría. Al cabo de un largo minuto, dió media vuelta, abandonó la cama, llegó hasta la ventana y salió al exterior sin volverse ni una sola vez.
Separé el brazo de Nadia para poder incorporarme y llegué hasta la ventana. El gato había desaparecido.
Creo que fue entonces cuando supe que el gato solamente era una forma, aunque en aquel instante aún no podía saber de qué.
O de quién.