mayo 03, 2005

Día Catorce



No conozco, nunca conocí a Marcos Molina. Ni siquiera sé si sigue vivo. Puede estar en cualquier parte. Puede que se encuentre en un hospital, recuperándose de lo que comunmente se conoce como un "derrame cerebral". Puede que nada de ésto esté ocurriendo y simplemente yo sea un tipo que piensa demasiado mientras entrena, que esta preparación que el maratón requiere haya retorcido mi mente, llevándola hacia alguna parte desconocida para mí hasta ahora.
Podría ser...pero no es.
Marcos Molina ha desaparecido. Marcos Molina, sea quien sea, escribió un mail, y Carlos y yo entre otros recibimos ese mail, y le hicimos caso, en vez de borrarlo. Y eso me llevó a conocer a Nadia, y porqué negarlo, a sentir por ella algo más que una simple amistad. Y esa amistad me impide pensar con claridad, porque si Molina la estaba investigando a ella, o a todo su departamento, o por extensión a la parte financiera de SegCom, que en una compañia de seguros es como decir al 99% de la misma, Molina encontró algo, y ese algo le obligó , en un acto desesperado, a enviar un correo electrónico desde su ordenador...
No, desde su ordenador no. Desde el ordenador de Nadia.
El Ordenador de Nadia.
¿Porqué, mientras corría esta mañana, no podía dejar de pensar en el ordenador de Nadia?.
Al llegar a casa, había un mensaje en el contestador automático. La estática y los ruidos extraños siguen en el teléfono, por eso apenas lo uso. Ya no sé si se trata de mi imaginación o de algo real. Sólo sé que no puedo confiar en que esos ruidos no signifiquen algo.
Era del Hospital. Mi padre estaba empeorando.
Me he duchado, y he comido algo antes de partir hacia allí. La enfermera estaba con él en su habitación. Me saludó con gesto dolido al verme entrar y se despidió, dejándonos a solas. Me costó un buen rato reunir el valor suficiente como para sentarme a su lado. Permanecía en silencio, apenas perceptible su respiración, con la mirada perdida en el techo de la estancia. Sus ojos, vidriosos y casi vacíos de vida, parecían buscar sin moverse algo que no estaba precisamente allí.
Y entonces habló, sin mirarme.
"La Cruz, dijo. La Cruz viene a por ti".
Al principio, no sabía exactamente qué había dicho, o si le había oido bien. Pero su cabeza comenzó a volverse lentamente, hacia mi, y sus ojos vacíos de vida se clavaron en los míos. Su mano derecha se movió con dificultad, se introdujo en dirección a su pecho y, con un gesto de inesperada fuerza, arrancó de su cuello una cadena plateada. Con el puño cerrado, sin dejar de mirarme, alargó la mano, y cogiendo mi mano derecha, dejó en ella aquello que acababa de arrancarse del cuello.
"Esa mujer es La Cruz, hijo mío"
Fué la primera y la última vez que le oí referirse a mí como "hijo mío". Y fueron sus últimas palabras. Su mirada se quedó en mí mientras exhalaba un último suspiro. Bajé la mirada hacia mi mano, y en ella vi el elaborado medallón con la forma de una cruz, descansado sobre mi palma.
Y, sin poder dejar de mirar aquel inesperado e incomprensible regalo, sus palabras siguieron repitiéndose en mi interior.
"Esa mujer es La Cruz..."