noviembre 30, 2005

Día Sesenta y Tres


Abro los ojos.
El lugar me suena, pero no sabría decir de qué. No puedo mover la cabeza. No puedo ver más allá de la pared que hay frente a mi. Y, en la pared, solamente puedo ver un reloj, y sentir su “tic-tac” acompañándome. Una pared blanca y un reloj oscuro. Y, aún así, presiento que el lugar, el ambiente que me rodea, si es que algo me rodea, me es familiar.
Una persona aparece. Un hombre. Con bata blanca, acompañado de una mujer, también con bata blanca.
Estoy en un Hospital.
El hombre me mira y me habla, pero no puedo comprender nada de lo que dice. No alcanzo a oír sus palabras. Niega con la cabeza mientras mira a su compañera, ayudante, lo que sea. Abandonan la habitación. Simplemente, desaparecen de mi alcance. No puedo moverme. Y ahora me doy cuenta. No siento nada. Piernas o brazos, o respiración.
Estoy total y absolutamente inmóvil.
Y, frente a mi, el reloj que avanza lentamente.
Cierro los ojos. No sé cuanto tiempo ha transcurrido cuando los vuelvo a abrir. Son las once y está oscuro. Una enfermera aparece y hace algo sobre mi cabeza. Un momento. Un nuevo sonido. Además del tic-tac del reloj.
Conozco esos agudos “bips”.
Es mi corazón. La máquina que monitoriza mi corazón. Puedo oírla también.
Y nada más.
Cierro los ojos.
Ya es de día. No sé cuanto tiempo ha pasado. Me gustaría saber si han pasado dias o semanas o meses. Y qué ha sido del pueblo, y de Joan, del mundo que conozco. Ni siquiera se si estoy vivo. Esto puede ser algo parecido a una alucinación. Tal vez me estoy muriendo, y esto es lo que ocurre cuando alguien se muere, el paso intermedio entre este mundo y el otro, si es que hay otro mundo esperando.
Una figura aparece en mi campo de visión. Es una mujer. Una de las enfermeras. Lleva un gorro de Papa Noel, y un matasuegras. Otra chica aparece detrás, con serpentinas y una copa de champagne. Y más gente. Tantos que ocupan todo mi espacio. Sonríen, aunque en alguna de las chicas veo tristeza.
Sobre sus cabezas puedo ver el reloj. Las once y media.
Noche.
Es Fin de Año.
31 de Diciembre.
No estoy muerto. Estoy en un Hospital. Estoy vivo. Joan me ha disparado. Estoy en coma, quizás, o algo parecido.
La habitación se vacía. La celebración se traslada a otra parte. Una de las chicas me da un beso antes de irse. Su rostro se acerca al mío. Pero no puedo sentir el beso, ni sus labios o su piel.
Sólo puedo mirar el reloj.
Las doce menos cinco.
4
3
2
1…
No ha ocurrido nada. Lo sabía. Estoy atrapado en una habitación de hospital para el resto de mi vida, y todo a cambio de nada.
De nada.
Un momento.
El “bip” de mi corazón. No puedo oirlo.
El reloj no se mueve. Ha pasado un minuto, o quizás más, pero el reloj permanece detenido en las doce en punto.
Y entonces siento algo sobre mi cuerpo. SIENTO mi cuerpo. Algo se mueve sobre él. Despacio. Ya no hay tic –tac. Ya no hay sonidos. Solo esa sensación en mi cuerpo. Conozco esa sensación.
Sonrío, y puedo “sentir” mi sonrisa.
El gato, el mismo gato que viera en el pueblo, aparece caminando sobre mi cuerpo, hasta llegar frente a mis ojos, y después se tumba. Y, mientras lo hace, puedo ver como, poco a poco, aumenta la claridad en la estancia. El gato me mira y comienza a lamerse tranquilamente.
Una luz inesperada lo envuelve todo. Pero no me hace daño en los ojos.
La puerta de la habitación se abre. Muy, muy despacio. Conozco a la persona que está al otro lado, que se asoma y me sonríe, mientras con su mano me indica que me incorpore y le siga.
Drezner.
Tal vez esté muerto.
O no.
La otra explicación es que “esto” es el 32 de Diciembre.
Me incorporo en mi cama, y entonces lo veo, a mis pies. Mi equipo. Mis zapatillas, mis guantes, mi pantalón, la camiseta y un dorsal. Un dorsal. El 001.
Drezner me vuelve a animar para que haga lo que tengo que hacer.
Esto tiene que ser el 32 de Diciembre.
Y tengo algo que hacer.
Correr.