noviembre 28, 2005

Dia Sesenta y Uno



Es difícil explicar cómo transcurre el tiempo, cómo literalmente vuela. Su verdadera relatividad nos es mostrada cuando nos encontramos inmersos en una aventura que escapa a nuestra comprensión, que nos lleva hacia un destino desconocido, que nos roba los minutos, que nos hace sentir que no tenemos tiempo para sentir.
El frío de la montaña dió paso a un frío mayor, y ese frío dió paso un día a los primeros copos de nieve, y esa nieve se convirtió en dos palmos de espesor. Correr por la montaña, hundiendo los pies en esa nieve, hace que tu perspectiva de un entrenamiento cambie, convirtiendo el simple hecho de pasar un par de horas corriendo en un acto extenuante. Y si a eso le añadimos el dolor de sentir el aire frío en los pulmones...
Diciembre transcurrió con velocidad inusitada. Sorprendentemente para mi, en el pueblo se empeñaron en celebrar la Navidad. Nunca he sido muy amigo de ese tipo de celebraciones, y no recuerdo una Navidad que merezca la pena recordar desde hace muchos años. Aún así, las luces, los árboles, el colorido...Poco a poco fue llenando el pueblo de color, sobre todo cuando oscurecía, y a su vez le dió un sentido diferente a aquel lugar. Me gustaría encontrar la palabra que pudiera definir la sensación tan agradable, tan cálida, que aquellos días de entrenamiento me producían. Sobre todo al descender la colina, saliendo del bosque, al anochecer, envuelto en el gorro de lana y los guantes, jadeando mientras aminoraba el paso, y encontrarme de repente con aquel pequeño pueblo, aislado, perdido en la nada, y envuelto en todas aquellas luces multicolores que lo adornaban todo, las calles, los tejados, el interior de los modestos hogares...
Joan apenas habla conmigo últimamente. Desde que Drezner falleciera, se mantiene aislado. Sé que planea algo, pero no puedo adivinar de qué se trata. Lo que sí se es que no parece tener noticias, o si las tiene lo disimula muy bien, de que he descubierto su secreto. Eso me tranquiliza y me alivia. Y ambas sensaciones tienen que ver, no con él, sino con Nadia. No parece haber hablado, no parece haber dicho nada, y comienzo a sentir que esta vez me he equivocado, que la prueba a la que la he sometido ni siquiera era necesaria. Nadia está anteponiendo lo que siente por mi ante su antigua devoción hacia Joan. Algo que me habría resultado impensable hace apenas unos meses. El efecto que ha producido en ella, y para qué negarlo, en mí también, el haber compartido tantas cosas durante tanto tiempo, sobre todo las últimas semanas, el sentirnos tan bien, realmente tan bien, por primera vez, la ha cambiado. O la ha despertado.
Y a mi también.
La nochebuena ha resultado realmente especial. Muchos, por no decir prácticamente todos, de los habitantes del pueblo, pasaron por casa a saludarnos, a desearnos feliz Navidad. Hay algo inexplicable, insondable, en sus miradas, en su manera de hablar cuando lo hacen conmigo. Es sorprendente el efecto que mi presencia produce en ellos, teniendo en cuenta que simplemente se dejan guiar por la palabra de Joan. Pero creen. Con absoluta Fe. Y eso, a veces, me aterroriza.
Cenamos tranquilamente, charlando, compartiendo una deliciosa botella de vino que alguien nos había regalado, y esa noche hicimos el amor como nunca antes. Y no hablo del acto físico. Hubo algo más. Ese tipo de sensación, de sentimiento, que te hace desear abrazar a la persona amada durante el resto de tu vida, dormirte a su lado y despertarte a su lado. Esa sensación que te dice que te resultará más fácil dormir cuando ella esté contigo, y muy difícil cuando estés a solas, sin ella.
El día de Navidad salí a correr temprano, entre la nieve. Antes de salir de casa eché un vistazo, como todas las mañanas, al calendario. Empiezo a sentir los nervios. Intento no pensar en ello, pero el 31 de Diciembre se acerca, y sigo sin saber o adivinar qué demonios va a ocurrir.
El cielo estaba encapotado, y me resultó agradable una vez más correr entre la nieve. Aún así, el bosque estaba muy oscuro, y poco más de una hora después de haber comenzado a entrenar decidí volver. A pesar de haber amanecido ya, la oscuridad, la penumbra, seguía envolviéndolo todo, casi como si aún no hubiera amanecido. Quizás por esa razón me sorprendió más vislumbrar aquella claridad a lo lejos, en dirección al pueblo.
Sentí que el corazón se me aceleraba algo más de lo habitual, y comencé a correr, victima de un presentimiento, de un presagio que se convirtió en miedo mientras cruzaba el bosque, y en terror al abandonarlo, y encontrarme en la ladera que descendía en dirección al pueblo. Un pueblo envuelto en llamas, que ardía, mi casa incluida, mientras hasta mi iban llegando los gritos de sus habitantes. Desde lo lejos podía divisar el horror que convertía aquella mañana de Navidad en la escena más dantesca que pudiera recordar. Había cadaveres en las calles, gente ardiendo, gente huyendo hacia el monte, y todo envuelto en las llamas del mismísimo Infierno, las llamas que rodeaban a la figura que, en medio del camino principal, de espaldas a mi, observaba su obra, su acto final, un crimen en masa que en aquel momento me resultaba inexplicable.
Joan se volvió hacia mi al verme llegar. Llevaba bajo el brazo el Libro.
Y me sonreía
Y su sonrisa era la sonrisa del mismo Diablo.