diciembre 06, 2005

Día Sesenta y Cinco



Atravieso la puerta. Dicen que un poco de tensión antes de una carrera es incluso conveniente. Dispara tus sentidos, te mantiene alerta, te impulsa durante los primeros kilómetros, dándote ánimos. Los nervios son un estado mental, al fin y al cabo.
Un poco de tensión.
La luz blanca se atenúa lentamente. Y entonces puedo sentir la brisa en mi rostro. Mis ojos tardan unos segundos en acostumbrarse al cambio de luz. Es entonces cuando siento su presencia. Me vuelvo hacia ella.
Nadia.
También a ella la vi muerta. Unos días atrás. Hace una semana. En el pueblo. Y ahora está aquí, sonriente, cálida, más viva que nunca. Y lleva algo en la mano. Conozco esa botella. Miro hacia el interior del Hospital. Pero no puedo ver nada. Busco a Drezner. Nada. Nadia me sonríe y deja la botella en el suelo. Me agacho. Tomo la botella y bebo.
Bebo.
Oh, Dios, que maravilla. Cómo echaba de menos este sabor….
Al terminar de beber, lentamente, mi mirada desciende desde el limpio y azulado cielo. Es entonces cuando distingo la forma familiar. Miro a mi alrededor. La gran avenida está desierta. Completa y absolutamente desierta. Además, no tiene sentido. El maratón nunca ha partido de esta avenida. Todo el que corre y entrena para un maratón, sabe que éste sale del puente…
¿A quién quiero engañar? Lo más probable es que ni siquiera esté vivo. Lo más probable es que todo esto sea un juego de la mente, un engaño. Así las cosas, ¿que importa si esto es posible o no?
Por lo menos, voy a disfrutarlo.
El edificio Chrysler. La Quinta Avenida. Desde aquí puedo ver la Trump Tower. La gran avenida se pierde a lo lejos. Y no veo a nadie. El desierto absoluto. Y el silencio. Me vuelvo hacia Nadia, buscando una explicación.
“¿Recuerdas?, me dice. Habíamos decidido venir juntos. Yo nunca he estado, y para ti es La Ciudad.”
Ya no me cabe la menor duda. Estoy muerto.
55 kilómetros.
Nueva York.
Esto supone correr mucho. Cruzar muchos puentes. Atravesar muchas avenidas. Y Central Park. Y…
“¿Todo listo, hermanito?”.
El pulso se acelera. Me vuelvo hacia el origen del sonido. Joan. No parece el Joan que conozco. Parece…más joven. También se ha preparado. Zapatillas, pantalón corto, dorsal…El 001…como yo.
Sonríe mientras ve como me doy cuenta de la coincidencia.
“Aquí todos llevamos el mismo dorsal, hermanito”
¿Todos?
Es entonces cuando me percato del murmullo. Otros corredores y corredoras hacen su aparición. Algunos se miran el dorsal y a si mismos, sorprendidos. Otros parecen más seguros de si mismos. Y también se miran entre ellos, sin comprender, o tal vez comenzando a comprender.
“Aquí todos tenemos una historia. Una historia que nos ha traido hasta este preciso momento. Algunos se habían preparado, pues conocían de la existencia del Libro y de la Profecía. Otros no creían, pero desde siempre han sabido que existía el 32 de Diciembre. En cualquier caso, al final solamente uno de nosotros se llevará el premio. Y el poder que ese premio conlleva”.
Nadia está muerta. Y Drezner también. ¿Lo está Joan? ¿O ellos? ¿O yo?.
Miro a Nadia y ella se acerca unos pasos. Como Drezner , hace ademán de intentar tocarme, pero sabe que no puede. Como Drezner. Es entonces cuando siento una mano en la mía. Un roce. Enseguida echo mi mano hacia atrás. Joan me mira, sonriendo.
Me ha tocado.
“Tranquilo, hermanito. Solo quería desearte buena suerte”.
Me ha tocado. Él puede hacerlo. Nadia y Drezner no.
Los muertos no pueden tocar a los vivos.
Estoy vivo.
Cómo si me leyera el pensamiento, Joan me guiña un ojo, y una mirada de provocación surge de ese rostro que no quisiera odiar pero odio.
“Si estás vivo, demuéstralo. Aunque ya sabes que tienes la partida perdida.”.
Tal vez pueda demostrarle que se equivoca.