diciembre 14, 2005

Día Sesenta y Nueve



Muy pronto llegaré a Brooklyn, después de haber cruzado Queens. No sé cuanto tiempo llevo corriendo, pero debo andar cerca de los 25 kilómetros. No lo podría asegurar. La soledad es horrible. La mítica sensación de ánimo, de empuje, de buenas vibraciones, que acompañaría normalmente a cualquier maratoniano en la carrera de Nueva York no tiene nada que ver con esto. Esto es la desolación absoluta, corriendo por barrios abandonados, como en esas películas en las que ha caído la bomba y los humanos han desaparecido, dejando únicamente sus construcciones para el recuerdo.
Empiezo a tener , a sentir, algo parecido al miedo. No alcanzo a ver al pelotón. Se que corren allá, delante, en alguna parte, pero mi vista no les alcanza. Necesito correr más rápido, recuperar el tiempo perdido, pero no parece posible. Y es entonces cuando el miedo puede conmigo, el miedo que hace que mis piernas no respondan, que sienta mi corazón queriendo abandonar el pecho.
Esto no pinta nada bien.
Es entonces cuando le veo. De espaldas a mi, caminando. Un hombre. Extrañamente familiar. Viste gabardina oscura, alto, camina en silencio. No puedo oír sus pasos. Le alcanzo. Vuelvo la mirada. Y entonces le reconozco.
BMW.
Realmente, en este lugar solamente estamos los que fuimos destinados a correr…y los muertos. BMW me sonríe, como si pudiera leer mis pensamiento. Empieza a correr a mi lado, como si fuera lo más natural hacerlo. No parece costarle demasiado. Quizás sea una ventaja de estar muerto. No necesitas calzado especial para correr.
“Deberías empezar a pensar en dejarlo, amigo mío”, dice, sin perder el aliento. “Ellos no lo merecen”.
Ellos. ¿A quiénes se refiere?.
“Piensa un poco. ¿Recuerdas algún momento en el que te echaran una mano? ¿Recuerdas que realmente haya valido la pena ayudar? Todo esto no tiene sentido, amigo mío. Son un mundo de desagradecidos, no se puede confiar en nadie. Asi que…¿vale realmente la pena todo esto?”.
Tengo miedo de que haya algo de verdad, de razón, en sus palabras.
“Padres, amigos, hermanos, hijos, conocidos, desconocidos…nadie ayuda a nadie…nunca”.
Aprieto el paso, dejándole atrás, no sin alguna dificultad. Le miro de reojo. Tiene entre sus manos un cartel con grandes números en negro, y me sigue sonriendo. “KM 30”.
Ya estoy en el km. 30. Pero me siento como si hubiera corriendo doscientos. Esto es el fin. Las piernas me flaquean. Mi entrenamiento, mis dotes de corredor…nada sirve aquí abajo.
No quiero correr. Ni siquiera quiero ser un elegido, el elegido, o como cojones se le llame a lo que yo soy. Quiero volver, y quiero desaparecer. Drezner no está, Nadia no está. El pueblo ha desaparecido, SegCom es solo un recuerdo, todo es dolor. Dolor, y pena, y nada de lo que yo haga o desee podrá cambiar eso.
Nada de esto tiene sentido.
Es entonces cuando me encuentro con Karl. El joven ruso, o de algún pais del Este, no sé de donde. Sentado en el borde de una acera. El rostro lleno de lágrimas. Ahora parece más un niño que un hombre. Se frota una pierna.
“No puedo seguir”.
Sigue llorando.
Busco al pelotón en el horizonte. Nada. Seguramente, ya habrán llegado a la meta. Al menos, Joan seguro que ya está allí. No he ganado. No puedo ganar.
Escucho el sonido del trueno. Levanto la mirada. El cielo cubierto estalla sobre nosotros, y una inesperada lluvia cae sobre nuestras cabezas y nuestros cuerpos, como pequeños látigos que me golpean la piel.
Me detengo. Me dejo caer, sentándome al lado de Karl.
Los dos, derrotados.
Si yo era realmente el Elegido, ahora ya está claro que eso no ha servido para nada. Que Joan haga con el mundo, con el Futuro, con lo que sea que el Elegido pudiera hacer, lo que le apetezca. Seguro que no será un mundo peor de lo que ya es.
Dejo caer mi cabeza sobre el desesperanzado Karl, y sin poderme contener, me uno a su llanto, sintiendo como mis lágrimas se entremezclan con la lluvia.