diciembre 12, 2005

Día Sesenta y Siete



Dios, correr es lo mejor del mundo.
Ahora comprendo, entiendo, el porqué de todo este entrenamiento. Me siento fuerte, feliz, seguro, siento que puedo hacer lo que quiera y llegar hasta el fin del mundo si hiciera falta. Siento que podría dar mil vueltas a esta ciudad, hacer 51 veces 51 kilómetros y aún así me seguiría sintiendo fuerte y seguro, percibiendo todo mi cuerpo, los latidos de mi corazón, el aire helado en mis entrañas…
A mi alrededor, ellos también corren. Mi mirada busca a Joan. Solamente él me preocupa. Los demás lo saben también. Es como si se sintieran partícipes de algo más grande que todos nosotros, algo para lo que han sido entrenados, para lo que se han estado preparando, quizás durante toda su vida, con el objetivo de estar aquí. Quizás esta sea la oportunidad de su vida, quizás realmente todos y cada uno de nosotros tengamos la misma oportunidad de ganar. Quizás con llegar sea suficiente.
No puedo ver a Joan. En la salida, hace unos minutos, iba por delante. Y ahí debe seguir. Le busco entre todos los cuerpos de hombres y mujeres, pero no resulta fácil. Me preocupa.
Llevamos unos 6 km y nos estamos acercando al puente de Quennsboro. Todo transcurre con relativa tranquilidad, aunque noto que corro mejor que nunca, que voy fuerte y que…
“Ahí lo tienes, mala puta”.
Conozco esa voz. Siento un escalofrío recorriendo mi espalda. No puede ser. Ahora no. Por favor. Ahora no.
Me vuelvo hacia el origen de la voz. Es Él. Y está con mi madre. Puedo verlos a ambos. Ella, con el sufrimiento marcado en la mirada. Recuerdo ese dolor que siempre parecía acompañarla. Y él, todo orgullo y prepotencia. Desde luego, no se parece en nada al hombre que vi morir en el Hospital. No. Este es otro. Este es el Don Manuel que yo no conocí, el que desapareció prácticamente al nacer yo y volvió cuando mamá ya había fallecido.
Pero sus miradas no se dirigen hacia mi. Las sigo. Es entonces cuando localizo a Joan. Saluda a mi padre. Se sonríen. Y la mueca de dolor y rabia se acentúa en el rostro de mi madre.
Así que esto es lo que ocurría antes de nacer yo. Él, con un favorito fuera de casa, y ella sabiéndolo y sufriendo.
Y aún así, aceptó tenerme a mi, tenerme de alguien que la trataba como a…
Busco aire.
No lo encuentro. Siento que mi paso se aminora. ¿Qué está ocurriendo?
Recuerdo entonces las palabras de Drezner.
La mente.
Mi mente.
Vuelvo a buscar la mirada de mi padre antes de entrar en el puente. Y la encuentro. Y, en ella, una dolorosa mezcla de rabia, de odio, de odio hacia mi, hacia su hijo.
Siento que mi fuerza y mis pasos se desvanecen a cada instante, a cada segundo.
Ahora es cuando empiezo a comprender lo que este maratón realmente significa.
No se trata de la prueba física por excelencia. Si solamente fuera eso, incluso tratándose de 51 km, podría con ella.
No. Es algo mucho peor.
Se trata de una carrera contra mi mismo.