diciembre 19, 2005

Día Setenta


La lluvia lo invade todo. Lo inunda. Las calles, las aceras, todo lo que nos rodea. Cómo si del fin del mundo se tratara, si es que esto es el mundo y si realmente se puede hablar de un “final”. Miro a Karl. Tiene la cabeza hundida entre las piernas, sentado, y se frota los cabellos rubios y húmedos, mientras oigo, entre el estruendo del agua que nos rodea, su llanto apenas perceptible.
Levanta la mirada. Supongo que la mía, en estos momentos, debe ser parecida. Resignación y dolor. Desesperanza. Desaliento.
“Sólo quería llegar”, murmura. “No he nacido para ganar, pero sí para llegar, eso es lo que dicen siempre ¿no?. El maratón es…”
No quiere terminar la frase. Recuerdo las palabras de BMW unos kilómetros atrás. Miro hacia delante. Sólo nos queda llegar hasta el puente de Brooklyn, cruzarlo, subir Manhattan y entrar en Central Park. Ahí está el final.
“Tú no deberías estar aquí”, dice Karl. “Tú tenías que ganar”.
“Me temo que nos han engañado a todos. Ni Profecía, ni Libro, ni Elegido. Este lugar, esta lluvia, mi presencia a tu lado, mientras los demás entran en Central Park, es la prueba de que no podía ganar.”
“¿Y llegar?”.
Su pregunta resuena por encima de la lluvia, por encima de mis pensamientos. Por encima de mi vida, de mis recuerdos. Mi padre, mi hermano, mi pareja, Nadia, Drezner, mi propia condición. Todo para llegar hasta aquí…Todo para conseguir que no ganase.
Puede que lo hayan conseguido, pero aún puedo caminar. O arrastrarme. Poco importa. Puedo LLEGAR.
Me incorporo. Karl me mira de reojo, y noto como si un asomo de sonrisa brotara de sus labios.
“Me voy a Central Park. ¿Te vienes?”.
Él asiente. Cojea, pero cada vez menos. Comenzamos a caminar bajo la lluvia. Puedo ver la silueta del puente de Brooklyn entre la lluvia. De los pasos cortos pasamos a un trote relajado. Poco a poco. Como si estuviéramos entrenando. Y de ese trote relajado a un ritmo un poco, tan sólo un poco más acelerado. Así, lentamente, pero mirándonos de vez en cuando, sonriéndonos cada vez que notamos cómo nuestro ritmo se acelera un poco, cruzamos el puente y llegamos cerca del Ayuntamiento. Ya estamos en Manhattan. Las calles desiertas nos abrazan, mientras corremos, cada vez más entusiasmados. Subimos tranquilamente, mientras la lluvia cesa y el cielo empieza a abrirse sobre nuestras cabezas, dando paso al azul del mediodía. No hay señalización ni nada parecido, pero conocemos el camino. El camino que nos lleva a cruzar la isla, desierta, fantasmal, en la que solamente podemos oir nuestros pasos, nuestro cuerpo, nuestros corazones.
Ya veo Central Park. Ni siquiera siento el cansancio, ni el dolor en mis piernas. Casi 55 Kms. Con un breve descanso para recordarme que , por lo menos, y ocurra lo que ocurra, puedo llegar. Podemos llegar.
Entramos en Central Park. Karl emite un sonido inesperado. Me vuelvo hacia él. La pierna le duele. Algo no está bien. Le tiendo mi mano. Corremos, ahora más lentamente, cruzando el parque. Hace sol. Y frío. Es agradable. Karl casi no puede andar. Le digo que se apoye en mi. Pasa su brazo sobre mi hombro. Caminamos juntos.
Veo la meta. Familiar, azul, y al otro lado…todos los demás. Nos observan, pero sobre todo me observan a mi. En silencio. No hay sonido alguno, salvo nosotros mismos caminando.
Casi hemos llegado. Veo a Joan, entre todos ellos. Su rostro es la viva expresión de la felicidad. Le ha llevado toda una vida llegar hasta ese momento. Como a mí. Estoy seguro de que ha llegado el primero. No me cabe la menor duda.
100 metros.
Miro a Karl. Me dice que puede seguir solo. Se separa de mí. Le veo empezar a correr de nuevo. Y yo a su lado. Despacio. Aún así, me fijo en su rostro, de reojo. Sonríe, sin dejar de mirar hacia la meta. Es la viva expresión de la felicidad. Va a llegar.
Reduzco el paso. Él ni se da cuenta. Sigue corriendo como puede, y realmente la pierna le duele, pero sigue. Sigue y sigue y cruza la meta extendiendo los brazos. Y yo, después.
El último.
Joder, de lo único que tengo ganas en estos momentos es de reír. Vaya ironía. “El último”. Después de todas las molestias que Drezner se ha tomado, después de que esa Profecía dijera que yo era el Elegido…efectivamente, soy el Elegido…para llegar de último en mi primer maratón.
Silencio.
Es entonces cuando empiezo a oír el sonido. Lo conozco perfectamente. Aplausos. Aplausos. Levanto la mirada. Todos aplauden mientras empiezan a rodearme. Sus manos me dan palmadas en la espalda, me sonríen. Karl hasta me abraza. Parece que ha resultado toda una fiesta el hecho de que yo haya llegado el último.
“Te equivocas. Tu llegada es la Celebración”.
Conozco la voz. Drezner. Llega hasta nosotros, se abre paso. Joan también está a mi lado. Y todos los demás nos rodean.
“Puedes llamarlo como quieras, pero no vas a disfrazar el hecho de que aquí hay un ganador…y el resto”.
La frase de Joan no deja de ser cierta.
“Tú lo has dicho”, reconoce Drezner. “Tenemos un ganador…y al resto de participantes. Pero tú no eres el ganador”.
Juraría que Joan ha palidecido en décimas de segundo.
“¿Qué carajo insinúas, viejo?”.
Drezner se planta frente a él.
“Tú has llegado el primero, pero no has ganado. Después de todo lo que has hecho, lo que has planeado, tramado durante toda su vida, ¿de verdad creías que con llegar el primero ganarías?. Eso no habría sido justo. Tu única posibilidad de victoria era que él NO LLEGASE A LA META. Y era una posibilidad muy alta. De hecho, era casi seguro que no llegaría. Pero hubo algo con lo que no contaste. Durante todo este tiempo, desde que empezaste a planearlo todo contra tu hermano, te olvidaste de algo, de lo más importante. Karl, ese joven al que tu hermano ayudó, representa todo aquello que tú olvidaste y despreciaste. Tu hermano no llegó a la meta para vencer, ni tan siguiera para llegar él mismo. Llegó porque era la única manera de ayudar a Karl a hacerlo. Y eso le ha convertido hoy en El Ganador”.
Creo que me voy a desmayar.