diciembre 25, 2005

Día Setenta y Dos


Por supuesto, Joan no me esperaba. El día en el que él había ordenado asesinar a Drezner, se había cuidado mucho de no permanecer cerca del lugar del incidente. Simplemente, aquel día había salido a pasear, dejándole órdenes expresas a uno de sus hombres para que hiciera el trabajo sucio. Al regresar de su paseo, se había encontrado con el inesperado panorama, un par de horas después de sucedido el incidente.
Esta vez, sin embargo, el “panorama” era diferente.
Cuando Joan regresó del bosque, se había dirigido directamente hacia su casa. Había abierto la puerta. Y se había encontrado frente a su hermano. Frente a mi.
“Esos hombres del gobierno que buscan la fórmula vienen hacia aquí. Llegaran antes de media noche. Saben exactamente quién la tiene, dónde encontrarle y su descripción física. Carlos sabe quién eres y, si es necesario, les ayudará a encontrarte. Ni todos tus hombres te pueden librar esta vez. Si te encuentran, les importará poco lo que les digas. Te sacarán la fórmula de esa bebida aunque con ella hagan sopa de legumbres. Sólo te queda por hacer una cosa, hermanito”.
Joan se echó hacia atrás, fingiendo incomprensión.
“¿Qué has hecho?. ¿En qué demonios estás pensando? El 32 de Diciembre…”
“El 32 de Diciembre ya ha pasado, Joan. Y he vuelto. He ganado. Y de esa manera le he salvado la vida a Drezner y te he condenado”, dí un par de pasos hasta llegar frente a él. Le habría matado en aquel instante. “Soy lo que más temes en este mundo. Huye”.
No podía matar a aquel que se hacía llamar “mi hermano”.
Pero no me importaba hacerle daño.
Joan desapareció bastante antes de que los hombres del Gobierno llegaran. Se fue con aquellos tipos de negro que siempre le acompañaban. Lo último que recuerdo es su mirada de odio. Supe entonces que volvería a verle. No imaginaba entonces que verle o no poco importaría en las siguientes semanas o años.
Cuando Barba llegó, los habitantes del pueblo le dijeron por donde se había ido Joan. No exactamente, pero de una manera bastante aproximada. Emprendieron su búsqueda. A día de hoy, no sé aún si lo encontraron o no, ni qué ha sido de todos esos tipos encorbatados que dirigían La Cruz por todo el país. Ni de los de esa facción del Gobierno, liderados por Barba. Como dije hace un momento…todo eso no importa en absoluto.

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Hemos celebrado la Navidad (otra vez). Pero ahora, de una manera mucho más tranquila. Nadia está viva, y si no me equivoco, está incluso algo más que viva. Aunque en esta nueva realidad nunca llegó a morir, aquella mujer que yo conociera en SegCom parece haber renacido. Toda la fuerza que llevaba en ella, se ha unido a la confianza que depositó en mi desde un principio. Y eso ha hecho que cada vez sea más apreciada en el pueblo, hasta el punto que, como figura en sí misma, está sustituyendo al desaparecido Joan ante los ojos de sus habitantes. Siempre ha sido una líder nata, lo recuerdo desde que era mi jefa en SegCom…En unos días que ahora se me antojan cada vez más lejanos, como si pertenecieran a una vida pasada…algo que no deja de ser cierto, de alguna manera.
Drezner y Angela han pasado la nochebuena y la navidad con nosotros. Creo que el verle vivo me ha dado una nueva vida, pero sigo pensando, sintiendo, que algo falta, o falla, en todo esto, y aún no sé lo que es. A veces pienso que debería o deberíamos volver a La Ciudad y reanudar la vida que llevábamos antes, que debería buscar un trabajo y empezar una nueva vida al lado de Nadia. Ninguno de los dos tendríamos problemas para conseguirlo. Han pasado muchas cosas y estamos más unidos que nunca. Sin embargo, este pueblo me sigue llamando, me siento vivo en él. Y sus bosques, y las montañas que le rodean, en las que puedo entrenar y correr todos los días. He hablado con Drezner de preparar el maratón de Nueva York para el año que viene. Está encantado. Me dice que tiene la seguridad de que todo irá maravillosamente, que puedo terminarlo sin problemas y haciendo una buena marca incluso…Si yo le contara…


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Mañana es Fin de Año. Sé que a partir de ahora todo será normal. El 32 de Diciembre quedó atrás, y no volverá a haber otro. La razón de su existencia era que la profecía se cumpliera, y se ha cumplido. Pero no tiene sentido que el objetivo final de todo esto fuera salvarle la vida a Drezner, Nadia y a los habitantes de un pueblo perdido en medio de las montañas. Tiene que haber algo más.
Coincidiendo con el fin de año, ha llegado una nueva familia al pueblo. Les conozco, aunque eso no me sorprende. Un matrimonio y sus dos niños pequeños. Les conocí en SegCom, y huyendo de la vida en la gran ciudad, como muchos otros, han venido hasta aquí. El caso es que se han instalado en la casa de Joan, y al deshacerse de algunas de sus cosas, me han entregado algo que yo tenía olvidado.
El Libro.
El Libro está escrito en una lengua extraña. Ni Joan ni nadie la conocía. Había rumores en Internet. Había una profecía que se transmitió oralmente de generación en generación.
Todo eso es parte del pasado. Ya no importa.
Estoy sentado en el pequeño banco que hay frente a mi casa. Puedo ver a Nadia sentada frente a su ordenador, en la ventana del piso superior. Le encanta organizar, y está organizando la vida en el pueblo, las fiestas de año nuevo, todo lo que pueda ser organizado…Algunos vecinos pasan frente a mi y me saludan. Esta mañana he entrenado 25 kilómetros a través de los bosques y del valle. Es maravilloso correr aquí.
Sin embargo, ahora, cuando faltan unas pocas horas para que termine el año, estoy solo en este banco, sentado, y tengo el libro en mi regazo. Me lo han entregado hace un rato. Y, por alguna razón que se me escapa, sabía que llegaría el momento de abrirlo. Me atrae. Me llama.
Lo abro.
Y entonces lo comprendo todo.
Literalmente.
Puedo entender cada una de sus líneas. Lo que dicen. Lo que expresan. Ese idioma hasta entonces desconocido tiene sentido ante mis ojos y en mi mente.
“Ese, amigo mío, es el verdadero Premio. Y tu mayor responsabilidad”.
Levanto la mirada. Es Drezner. Me sonríe, me guiña un ojo y sigue camino hacia su casa.
Leo.
El mundo va a cambiar en los próximos años. El orden que conocemos va a desaparecer. Las fronteras van a desaparecer. La forma de vida de los hombres va a evolucionar. Habrá alegrías y desilusiones. Habrá guerras. Habrá victorias. Morirán personas y nacerán otras. Y en muy poco tiempo, todo será nuevo. El mundo que conocemos nunca volverá a ser el mismo. Y será decisión de nosotros, de todos los seres humanos, cuál será el nuevo mundo.
Y yo voy a tener que tomar muchas decisiones. Yo, un tipo perdido en medio de un pueblo perdido en un valle perdido, voy a tomar decisiones, y voy a participar en ese proyecto de cambio, porque he sido Elegido para ello.
Lo dice el Libro.
Levanto la mirada hacia la ventana y Nadia me mira desde allí. Me sonríe. Miro a mi alrededor. Más allá incluso de este pueblo. Las montañas, las ciudades, el cielo azul que empieza a enrojecer con la llegada de la noche de Fin de Año.
Todo va a cambiar en muy poco tiempo.
Y voy a formar parte de ello.
No me lo perdería por nada del mundo.
Quizás, para que todo salga bien, una vez más, el truco no consista en querer vencer…sino tan solo en llegar a la meta.



********************* FIN **************************


Nota del Autor: Como siempre, y esta vez un poquito más, agradeceros a todos los que habéis leido esto hasta el final u os habéis interesado en algún momento por su desarrollo. Espero que nos sigamos leyendo y, sobre todo, espero que hayáis disfrutado tanto leyéndolo como yo escribiéndolo.
Hasta siempre.

diciembre 22, 2005

Día Setenta y Uno



Y fue entonces cuando empecé a escuchar los aplausos. Alguien, creo que Karl, empezó, muy tímidamente, a aplaudir, y los demás, sin poder contenerse, le siguieron. Como un caudal que lleva hacia el final, hacia la liberación. Volví mi mirada hacia Drezner, y habría jurado que sonreía, como contraviniendo un principio mayor, una ley no escrita, pero sonreía, y Joan, por el contrario, era la viva imagen, primero, en un principio, de la incomprensión y, poco a poco, minutos después, del desencanto, del dolor, de la rabia...
"Esto no es justo", alzó su voz sobre el aplauso de los demás corredores, en medio de una solitaria, vacía, muerta Manhattan.
Drezner me miró de reojo mientras llegaba hasta él.
"Quizás prefieras hacer una reclamación", aventuró.
Los aplausos cesaron, seguidos de un silencio absoluto. Joan levantó la mirada, hacia lo alto, hacia los rascacielos que rodeaban Central Park, hacia el infinito. Le llevó varios minutos. Yo, mientras tanto, permanecía en silencio, esperando, sintiéndome cada vez más tranquilo, más seguro, y en absoluto cansado después de tantos y tantos kilómetros de dura carrera.
Finalmente, Joan negó con la cabeza, y se echó hacia atrás. Y aquel gesto marcó la diferencia, mientras yo veía a Drezner acercarse hasta mí. En un instante, todo aquello que nos rodeaba, el camino, la vegetación, los rascacielos, el cielo azulado del atardecer, la paz, la tranquilidad, todo se desvaneció, en cuestión de segundos, y únicamente vi a aquel hombre, muerto, fallecido, asesinado, frente a mi.
"Es tiempo de decidir",dijo, casi en un susurro. "Tiempo de premio al esfuerzo realizado, no ahora, sino durante toda una vida".
Sabía a qué se refería, pero me costaba reconocerme en aquella frase. Para mí, todo había sido un proceso natural. Quizás en eso residía todo. En no haberme esforzado en llegar hasta alli.
"Tienes que tomar una decisión", dijo, mirándome fijamente, como anhelando que yo comprendiese la implicación de toda y cada una de sus palabras." De ella depende todo. De esa decisión. Este es, realmente, tu momento".
Ví la mano de Drezner acercarse. Lentamente, como en un sueño. Y tocarme. No podía tocarme. Él estaba muerto, yo vivo. ¿Quería decir eso, su tacto, su mano, que yo acababa de morir, en alguna parte, en aquel hospital?.
Pronto, enseguida, supe que no era así.
Sentí la paz que nos rodeaba, que me envolvía. Paz. Por fin. Seguridad.
Y, por supuesto, tuve que elegir, y tomé una decisión, aunque , más tarde, tiempo después, supe que esa decisión ya había sido tomada tiempo antes, pues esa es mi naturaleza, mi manera , mi vida.
Elegí, por supuesto, a LA GENTE.
Y, en cuestión de segundos, esa elección supuso EL CAMBIO.
Todo aquello que nos rodeaba, se desvaneció ante mis ojos. Y, algo que conocía, aquello que me resultaba familiar, se formó ante mi. Como en un sueño hecho realidad. Mi decisión, mi capacidad para elegir, formaba parte del premio.
Sentí como viajaba. Como, en mi mente, a mi alrededor, se formaba un túnel, y el túnel me llevaba, hacia mi decisión, hacia el final, hacia la luz, y la luz no era la muerte, sino LA VIDA.
Ante mi se materializó...un volante.
Y un coche.
Y un lugar.
El pueblo.
Acababa de regresar. Justo al instante que yo había decidido.
Allí mismo.
Porque podía hacerlo, porque podía elegir, porque esa era una parte de mi premio.
Levanté la mirada hacia el frente.
Drezner.
Frente a mi.
Y yo, dentro del coche que le había atropellado, el coche que, en su momento, había sido lanzado contra él por orden de Joan.
Con todas mis fuerzas, pisé el freno.
El coche se detuvo.
El tiempo se detuvo.
Abrí los ojos, eufórico.
Drezner estaba frente a mi. Me miraba, quizás algo asustado. Tiré del freno de mano y abandoné aquel coche.
Había vuelto.
Justo al preciso instante que yo había decidido.
Saludé a Drezner, vivo, nuevamente vivo, con la mano, mientras descendía del coche, y caminé hacia él. Me miraba, extrañado, sin comprender. Por eso había podido tocarme unos minutos antes, en Nueva York. Porque yo, sin saberlo, ya había tomado mi decisión, y mi decisión había salvado su vida...y todas las vidas que me rodeaban.
El pueblo.
Estaba de nuevo en el pueblo. Faltaban semanas para la Navidad. Nadia y muchos de los habitantes de aquel lugar me miraban desde las ventanas, desde las puertas de sus casas, sorprendidos ante el frenazo del coche, ante lo que parecía un accidente que había quedado en nada.
El pasado, y con él el presente y el futuro, habían sido alterados.
Pero aún quedaba algo por hacer.
Joan.

diciembre 19, 2005

Día Setenta


La lluvia lo invade todo. Lo inunda. Las calles, las aceras, todo lo que nos rodea. Cómo si del fin del mundo se tratara, si es que esto es el mundo y si realmente se puede hablar de un “final”. Miro a Karl. Tiene la cabeza hundida entre las piernas, sentado, y se frota los cabellos rubios y húmedos, mientras oigo, entre el estruendo del agua que nos rodea, su llanto apenas perceptible.
Levanta la mirada. Supongo que la mía, en estos momentos, debe ser parecida. Resignación y dolor. Desesperanza. Desaliento.
“Sólo quería llegar”, murmura. “No he nacido para ganar, pero sí para llegar, eso es lo que dicen siempre ¿no?. El maratón es…”
No quiere terminar la frase. Recuerdo las palabras de BMW unos kilómetros atrás. Miro hacia delante. Sólo nos queda llegar hasta el puente de Brooklyn, cruzarlo, subir Manhattan y entrar en Central Park. Ahí está el final.
“Tú no deberías estar aquí”, dice Karl. “Tú tenías que ganar”.
“Me temo que nos han engañado a todos. Ni Profecía, ni Libro, ni Elegido. Este lugar, esta lluvia, mi presencia a tu lado, mientras los demás entran en Central Park, es la prueba de que no podía ganar.”
“¿Y llegar?”.
Su pregunta resuena por encima de la lluvia, por encima de mis pensamientos. Por encima de mi vida, de mis recuerdos. Mi padre, mi hermano, mi pareja, Nadia, Drezner, mi propia condición. Todo para llegar hasta aquí…Todo para conseguir que no ganase.
Puede que lo hayan conseguido, pero aún puedo caminar. O arrastrarme. Poco importa. Puedo LLEGAR.
Me incorporo. Karl me mira de reojo, y noto como si un asomo de sonrisa brotara de sus labios.
“Me voy a Central Park. ¿Te vienes?”.
Él asiente. Cojea, pero cada vez menos. Comenzamos a caminar bajo la lluvia. Puedo ver la silueta del puente de Brooklyn entre la lluvia. De los pasos cortos pasamos a un trote relajado. Poco a poco. Como si estuviéramos entrenando. Y de ese trote relajado a un ritmo un poco, tan sólo un poco más acelerado. Así, lentamente, pero mirándonos de vez en cuando, sonriéndonos cada vez que notamos cómo nuestro ritmo se acelera un poco, cruzamos el puente y llegamos cerca del Ayuntamiento. Ya estamos en Manhattan. Las calles desiertas nos abrazan, mientras corremos, cada vez más entusiasmados. Subimos tranquilamente, mientras la lluvia cesa y el cielo empieza a abrirse sobre nuestras cabezas, dando paso al azul del mediodía. No hay señalización ni nada parecido, pero conocemos el camino. El camino que nos lleva a cruzar la isla, desierta, fantasmal, en la que solamente podemos oir nuestros pasos, nuestro cuerpo, nuestros corazones.
Ya veo Central Park. Ni siquiera siento el cansancio, ni el dolor en mis piernas. Casi 55 Kms. Con un breve descanso para recordarme que , por lo menos, y ocurra lo que ocurra, puedo llegar. Podemos llegar.
Entramos en Central Park. Karl emite un sonido inesperado. Me vuelvo hacia él. La pierna le duele. Algo no está bien. Le tiendo mi mano. Corremos, ahora más lentamente, cruzando el parque. Hace sol. Y frío. Es agradable. Karl casi no puede andar. Le digo que se apoye en mi. Pasa su brazo sobre mi hombro. Caminamos juntos.
Veo la meta. Familiar, azul, y al otro lado…todos los demás. Nos observan, pero sobre todo me observan a mi. En silencio. No hay sonido alguno, salvo nosotros mismos caminando.
Casi hemos llegado. Veo a Joan, entre todos ellos. Su rostro es la viva expresión de la felicidad. Le ha llevado toda una vida llegar hasta ese momento. Como a mí. Estoy seguro de que ha llegado el primero. No me cabe la menor duda.
100 metros.
Miro a Karl. Me dice que puede seguir solo. Se separa de mí. Le veo empezar a correr de nuevo. Y yo a su lado. Despacio. Aún así, me fijo en su rostro, de reojo. Sonríe, sin dejar de mirar hacia la meta. Es la viva expresión de la felicidad. Va a llegar.
Reduzco el paso. Él ni se da cuenta. Sigue corriendo como puede, y realmente la pierna le duele, pero sigue. Sigue y sigue y cruza la meta extendiendo los brazos. Y yo, después.
El último.
Joder, de lo único que tengo ganas en estos momentos es de reír. Vaya ironía. “El último”. Después de todas las molestias que Drezner se ha tomado, después de que esa Profecía dijera que yo era el Elegido…efectivamente, soy el Elegido…para llegar de último en mi primer maratón.
Silencio.
Es entonces cuando empiezo a oír el sonido. Lo conozco perfectamente. Aplausos. Aplausos. Levanto la mirada. Todos aplauden mientras empiezan a rodearme. Sus manos me dan palmadas en la espalda, me sonríen. Karl hasta me abraza. Parece que ha resultado toda una fiesta el hecho de que yo haya llegado el último.
“Te equivocas. Tu llegada es la Celebración”.
Conozco la voz. Drezner. Llega hasta nosotros, se abre paso. Joan también está a mi lado. Y todos los demás nos rodean.
“Puedes llamarlo como quieras, pero no vas a disfrazar el hecho de que aquí hay un ganador…y el resto”.
La frase de Joan no deja de ser cierta.
“Tú lo has dicho”, reconoce Drezner. “Tenemos un ganador…y al resto de participantes. Pero tú no eres el ganador”.
Juraría que Joan ha palidecido en décimas de segundo.
“¿Qué carajo insinúas, viejo?”.
Drezner se planta frente a él.
“Tú has llegado el primero, pero no has ganado. Después de todo lo que has hecho, lo que has planeado, tramado durante toda su vida, ¿de verdad creías que con llegar el primero ganarías?. Eso no habría sido justo. Tu única posibilidad de victoria era que él NO LLEGASE A LA META. Y era una posibilidad muy alta. De hecho, era casi seguro que no llegaría. Pero hubo algo con lo que no contaste. Durante todo este tiempo, desde que empezaste a planearlo todo contra tu hermano, te olvidaste de algo, de lo más importante. Karl, ese joven al que tu hermano ayudó, representa todo aquello que tú olvidaste y despreciaste. Tu hermano no llegó a la meta para vencer, ni tan siguiera para llegar él mismo. Llegó porque era la única manera de ayudar a Karl a hacerlo. Y eso le ha convertido hoy en El Ganador”.
Creo que me voy a desmayar.

diciembre 14, 2005

Día Sesenta y Nueve



Muy pronto llegaré a Brooklyn, después de haber cruzado Queens. No sé cuanto tiempo llevo corriendo, pero debo andar cerca de los 25 kilómetros. No lo podría asegurar. La soledad es horrible. La mítica sensación de ánimo, de empuje, de buenas vibraciones, que acompañaría normalmente a cualquier maratoniano en la carrera de Nueva York no tiene nada que ver con esto. Esto es la desolación absoluta, corriendo por barrios abandonados, como en esas películas en las que ha caído la bomba y los humanos han desaparecido, dejando únicamente sus construcciones para el recuerdo.
Empiezo a tener , a sentir, algo parecido al miedo. No alcanzo a ver al pelotón. Se que corren allá, delante, en alguna parte, pero mi vista no les alcanza. Necesito correr más rápido, recuperar el tiempo perdido, pero no parece posible. Y es entonces cuando el miedo puede conmigo, el miedo que hace que mis piernas no respondan, que sienta mi corazón queriendo abandonar el pecho.
Esto no pinta nada bien.
Es entonces cuando le veo. De espaldas a mi, caminando. Un hombre. Extrañamente familiar. Viste gabardina oscura, alto, camina en silencio. No puedo oír sus pasos. Le alcanzo. Vuelvo la mirada. Y entonces le reconozco.
BMW.
Realmente, en este lugar solamente estamos los que fuimos destinados a correr…y los muertos. BMW me sonríe, como si pudiera leer mis pensamiento. Empieza a correr a mi lado, como si fuera lo más natural hacerlo. No parece costarle demasiado. Quizás sea una ventaja de estar muerto. No necesitas calzado especial para correr.
“Deberías empezar a pensar en dejarlo, amigo mío”, dice, sin perder el aliento. “Ellos no lo merecen”.
Ellos. ¿A quiénes se refiere?.
“Piensa un poco. ¿Recuerdas algún momento en el que te echaran una mano? ¿Recuerdas que realmente haya valido la pena ayudar? Todo esto no tiene sentido, amigo mío. Son un mundo de desagradecidos, no se puede confiar en nadie. Asi que…¿vale realmente la pena todo esto?”.
Tengo miedo de que haya algo de verdad, de razón, en sus palabras.
“Padres, amigos, hermanos, hijos, conocidos, desconocidos…nadie ayuda a nadie…nunca”.
Aprieto el paso, dejándole atrás, no sin alguna dificultad. Le miro de reojo. Tiene entre sus manos un cartel con grandes números en negro, y me sigue sonriendo. “KM 30”.
Ya estoy en el km. 30. Pero me siento como si hubiera corriendo doscientos. Esto es el fin. Las piernas me flaquean. Mi entrenamiento, mis dotes de corredor…nada sirve aquí abajo.
No quiero correr. Ni siquiera quiero ser un elegido, el elegido, o como cojones se le llame a lo que yo soy. Quiero volver, y quiero desaparecer. Drezner no está, Nadia no está. El pueblo ha desaparecido, SegCom es solo un recuerdo, todo es dolor. Dolor, y pena, y nada de lo que yo haga o desee podrá cambiar eso.
Nada de esto tiene sentido.
Es entonces cuando me encuentro con Karl. El joven ruso, o de algún pais del Este, no sé de donde. Sentado en el borde de una acera. El rostro lleno de lágrimas. Ahora parece más un niño que un hombre. Se frota una pierna.
“No puedo seguir”.
Sigue llorando.
Busco al pelotón en el horizonte. Nada. Seguramente, ya habrán llegado a la meta. Al menos, Joan seguro que ya está allí. No he ganado. No puedo ganar.
Escucho el sonido del trueno. Levanto la mirada. El cielo cubierto estalla sobre nosotros, y una inesperada lluvia cae sobre nuestras cabezas y nuestros cuerpos, como pequeños látigos que me golpean la piel.
Me detengo. Me dejo caer, sentándome al lado de Karl.
Los dos, derrotados.
Si yo era realmente el Elegido, ahora ya está claro que eso no ha servido para nada. Que Joan haga con el mundo, con el Futuro, con lo que sea que el Elegido pudiera hacer, lo que le apetezca. Seguro que no será un mundo peor de lo que ya es.
Dejo caer mi cabeza sobre el desesperanzado Karl, y sin poderme contener, me uno a su llanto, sintiendo como mis lágrimas se entremezclan con la lluvia.

diciembre 13, 2005

Día Sesenta y Ocho



En el puente de Queensboro, el silencio es absoluto. El leve murmullo del mar, allá abajo, es lo único que me acompaña. Eso, y el sonido de las pisadas, constante….y cada vez más alejado, allá, frente a mi.
No quiero engañarme, pero esto comienza a ponerse difícil, y cada vez que levanto la mirada, se me antoja más y más difícil. Y eso que, literalmente, acaba de comenzar. Acabamos de comenzar.
Sus pisadas se siguen alejando.
Es entonces cuando empiezo a distinguir los cuerpos. A lo lejos. Entre el pelotón que corre delante, perdiéndose en la aparente inmensidad del puente, y mis cada vez más cansadas piernas.
Y empiezo a oír los aplausos. Llegan hasta mi, pero son aplausos huecos. Como cuando golpeamos dos cajas vacías. Puedo distinguir algo más.
El olor.
Es entonces cuando empiezo a distinguir sus cuerpos. Inclinados a ambos lados del puente, me aplauden. Están ardiendo. Cuerpos medio carbonizados, sus ojos inyectados en fuego, aplauden a mi paso. Siento su dolor, el vacío de su desaparición. Les conozco. Aunque no puedo distinguir sus rostros, sé que les conozco. Son los habitantes del pueblo.
He paseado con ellos. Hombre, mujeres…y niños…
Sus almas incandescentes han venido a…¿animarme? ¿Recordarme lo ocurrido? ¿Maldecirme quizás?.
Siento que mis ojos se llenan de lágrimas. No tiene nada que ver con el frío en el puente. Son lágrimas, ya no únicamente de dolor, sino también de impotencia, de desesperación. Ocurra lo que ocurra, no hay marcha atrás, no puedo desandar lo andado. Ellos han muerto. Asesinados. Cruelmente. Todo…para conseguir esto. Han venido a mi, en un plan astutamente elaborado…para que yo pudiera verlos ahora…y para que ocurriera lo que está ocurriendo.
Siento que mis piernas están cada vez más cansadas. No he pasado del kilómetro 14, pero el cansancio me puede. Intento seguir corriendo. Los aplausos de las almas ardientes se alejan de mi, y me froto los ojos con el antebrazo, intentando apartar su recuerdo. Mi mente ha sido dañada. Parece imposible que alguien pudiera elaborar un plan de una manera tan perfecta. El conocimiento que Joan posee de este lugar de la existencia, si es que podemos llamarle así, es prácticamente total. De alguna manera, quizás después de años y años de estudio, ya no solamente por su parte, sino por todos aquellos que han pertenecido a La Cruz, ha llegado a conclusiones, o puede que simplemente haya creido que la posibilidad de que esto ocurriera era suficiente como para hacer lo que hizo.
Seguro que, en su cabeza, eso es una excusa suficiente para haber asesinado a cerca de doscientas personas.
Rabia.
Siento Rabia y mientras ese sentimiento crece en mi interior, mis piernas comienzan a responder de nuevo. No puedo ver el pelotón, pero sé que están allá, a lo lejos, en alguna parte, y sé que puedo alcanzarlos.
Tomo aire y empiezo a acelerar, lentamente, pero con seguridad.
Quizás con una falsa seguridad, pero poco a poco empiezo a recuperar la fuerza perdida.
El puente se está acabando.
Queens está allí, esperando, y kilómetros y más kilómetros.
Puedo hacerlo.
¿A quién quiero engañar?
He perdido mucho tiempo. Me llevan mucha ventaja. Joan me lleva mucha ventaja. Es imposible.
Aún así, tengo que seguir corriendo.
Tengo que llegar.

diciembre 12, 2005

Día Sesenta y Siete



Dios, correr es lo mejor del mundo.
Ahora comprendo, entiendo, el porqué de todo este entrenamiento. Me siento fuerte, feliz, seguro, siento que puedo hacer lo que quiera y llegar hasta el fin del mundo si hiciera falta. Siento que podría dar mil vueltas a esta ciudad, hacer 51 veces 51 kilómetros y aún así me seguiría sintiendo fuerte y seguro, percibiendo todo mi cuerpo, los latidos de mi corazón, el aire helado en mis entrañas…
A mi alrededor, ellos también corren. Mi mirada busca a Joan. Solamente él me preocupa. Los demás lo saben también. Es como si se sintieran partícipes de algo más grande que todos nosotros, algo para lo que han sido entrenados, para lo que se han estado preparando, quizás durante toda su vida, con el objetivo de estar aquí. Quizás esta sea la oportunidad de su vida, quizás realmente todos y cada uno de nosotros tengamos la misma oportunidad de ganar. Quizás con llegar sea suficiente.
No puedo ver a Joan. En la salida, hace unos minutos, iba por delante. Y ahí debe seguir. Le busco entre todos los cuerpos de hombres y mujeres, pero no resulta fácil. Me preocupa.
Llevamos unos 6 km y nos estamos acercando al puente de Quennsboro. Todo transcurre con relativa tranquilidad, aunque noto que corro mejor que nunca, que voy fuerte y que…
“Ahí lo tienes, mala puta”.
Conozco esa voz. Siento un escalofrío recorriendo mi espalda. No puede ser. Ahora no. Por favor. Ahora no.
Me vuelvo hacia el origen de la voz. Es Él. Y está con mi madre. Puedo verlos a ambos. Ella, con el sufrimiento marcado en la mirada. Recuerdo ese dolor que siempre parecía acompañarla. Y él, todo orgullo y prepotencia. Desde luego, no se parece en nada al hombre que vi morir en el Hospital. No. Este es otro. Este es el Don Manuel que yo no conocí, el que desapareció prácticamente al nacer yo y volvió cuando mamá ya había fallecido.
Pero sus miradas no se dirigen hacia mi. Las sigo. Es entonces cuando localizo a Joan. Saluda a mi padre. Se sonríen. Y la mueca de dolor y rabia se acentúa en el rostro de mi madre.
Así que esto es lo que ocurría antes de nacer yo. Él, con un favorito fuera de casa, y ella sabiéndolo y sufriendo.
Y aún así, aceptó tenerme a mi, tenerme de alguien que la trataba como a…
Busco aire.
No lo encuentro. Siento que mi paso se aminora. ¿Qué está ocurriendo?
Recuerdo entonces las palabras de Drezner.
La mente.
Mi mente.
Vuelvo a buscar la mirada de mi padre antes de entrar en el puente. Y la encuentro. Y, en ella, una dolorosa mezcla de rabia, de odio, de odio hacia mi, hacia su hijo.
Siento que mi fuerza y mis pasos se desvanecen a cada instante, a cada segundo.
Ahora es cuando empiezo a comprender lo que este maratón realmente significa.
No se trata de la prueba física por excelencia. Si solamente fuera eso, incluso tratándose de 51 km, podría con ella.
No. Es algo mucho peor.
Se trata de una carrera contra mi mismo.

diciembre 07, 2005

Día Sesenta y Seis



Todo el mundo, y yo con ellos, se dirige hacia el norte. Caminamos tranquilamente. Es curioso, pero puedo sentir que hace un tiempo ideal. Buena temperatura, cielo azul claro y limpio…Creo que hoy es el día perfecto para correr en Nueva York. Miro a mi alrededor. Los hombres y mujeres que me rodean, que se mueven conmigo, o más bien, a los que sigo y acompaño, son realmente diferentes entre sí. Hay japoneses, occidentales, blancos, negros, sudamericanos, ingleses, alemanes, rusos…Creo que, si me detuviera exactamente a examinarlos uno a uno, descubriría que quizás haya aquí una buena representación, por no decir una representación absoluta de los habitantes de la Tierra.
Es entonces cuando divisamos la SALIDA. Un gran rectángulo azulado, con el reloj digital sobre nuestras cabezas. Otra vez, una vez más, y ya he perdido la cuenta, echo un vistazo a mi alrededor. Las calles vacías. Los grandes ventanales, sin nadie en las oficinas o los apartamentos. Los coches aparcados en las calles desiertas…Únicamente nosotros…nada más. Un par de cientos con el mismo dorsal, dispuestos a correr.
“Estamos vivos, verdad?”
Me vuelvo ante la frase. Un hombre de unos 40 años, bolsas negras bajo los ojos, muy delgado y atlético, que me sonríe.
“Eso creo”, asiento. “Eso espero”.
“Me llamo Karl. Karl Stanioslev. Supongo que tú también llevas mucho tiempo preparándote”.
No sé que responder ante esto. Realmente, no puedo decir cuánto tiempo es “mucho tiempo”. Ahora, se me hace una eternidad, y apenas puedo recordar aquel día en que la rueda comenzó a girar, aquel momento en el que abrí mi e-mail y me encontré con aquel correo ahora tan lejano…En cualquier caso, si no hubiera sido así, habría sido de otra manera. Ahora sé con seguridad que esto tenía que ocurrir, que de una u otra manera, yo habría llegado aquí.
Nos vamos situando en el punto de partida. Aquí no hay calificaciones por tiempos ni nada de eso. Estamos preparados para correr. Karl me hace un ademán, un gesto de “suerte” y yo le respondo con una sonrisa. Me mira un instante más de lo normal. Se vuelve hacia una mujer que se ha situado a su lado. Ella le comenta algo. Me vuelve a mirar, ahora con otros ojos, como si me reconociera de algo. Y la sonrisa se hace aún más grande. No lo comprendo hasta que otra mujer se sitúa cerca mía y la oigo hablar con otro hombre.
“Este es el definitivo, el último 32 de Diciembre. Y Él ya está aquí”.
Y ambos me miran de reojo. Y otra vez esa sonrisa.
“Para nosotros también es una liberación”, dice otro hombre. “Por fin la Carrera Eterna llega a su Fin”.
Intento asimilar los conceptos, pero creo que ni con 100 vidas llegaría a comprender todo lo que ocurre a mi alrededor. Sólo se que tengo que correr y ganar. Y no parece fácil. Me gustaría sentirme más seguro de lo que me siento. Me gustaría sentir “algo” de seguridad. No creo que ninguno de los que me rodean haya visto como su vida era usada, manipulada, alterada, moldeada al antojo de otros con el único objetivo de mermar su determinación, con el único objetivo de decidir el destino de…
De…
Un hombre aparece desde alguna parte y se sitúa muy cerca de la salida. Alto, fuerte, lleva una pistola en la mano. Siempre he leído que aquí la salida la marcaba un cañonazo. Supongo que no habría resultado muy adecuado. El hombre tiene los cabellos algo rubios, rizados, y viste una especie de túnica blanca…y sandalias. Unas simples sandalias algo rotas, de esparto, con tiras de cuero que…
No puede ser. No puede ser él. Aunque aquí, sea esto sueño o realidad, quizás todo sea posible.
Todos miran al frente. Y entonces mi mirada se encuentra con Joan. Se ha situado unos metros por delante, y su cabeza se vuelve, y veo su sonrisa. No se parece en nada a la sonrisa que he visto en los otros corredores.
Aunque el mundo se termine este 32 de Diciembre, sólo espero tener la oportunidad de hacerle pagar por lo que le hizo al pueblo, y a Drezner y Nadia.
La pistola del hombre que da nombre a esta carrera se eleva hacia el cielo.
Tomo aire. Las manos me sudan.
Tengo la boca seca. Y me he bebido toda la botella del líquido de Drezner.
El silencio nos envuelve.
“Todos apostamos por ti”, oigo a mis espaldas.
Suena el disparo, como si de un cañonazo se tratara.
Empiezo a mover las piernas. Responden. Todo está en su sitio. Todo está como tiene que estar.
Corro.
Hacia la Meta.

diciembre 06, 2005

Día Sesenta y Cinco



Atravieso la puerta. Dicen que un poco de tensión antes de una carrera es incluso conveniente. Dispara tus sentidos, te mantiene alerta, te impulsa durante los primeros kilómetros, dándote ánimos. Los nervios son un estado mental, al fin y al cabo.
Un poco de tensión.
La luz blanca se atenúa lentamente. Y entonces puedo sentir la brisa en mi rostro. Mis ojos tardan unos segundos en acostumbrarse al cambio de luz. Es entonces cuando siento su presencia. Me vuelvo hacia ella.
Nadia.
También a ella la vi muerta. Unos días atrás. Hace una semana. En el pueblo. Y ahora está aquí, sonriente, cálida, más viva que nunca. Y lleva algo en la mano. Conozco esa botella. Miro hacia el interior del Hospital. Pero no puedo ver nada. Busco a Drezner. Nada. Nadia me sonríe y deja la botella en el suelo. Me agacho. Tomo la botella y bebo.
Bebo.
Oh, Dios, que maravilla. Cómo echaba de menos este sabor….
Al terminar de beber, lentamente, mi mirada desciende desde el limpio y azulado cielo. Es entonces cuando distingo la forma familiar. Miro a mi alrededor. La gran avenida está desierta. Completa y absolutamente desierta. Además, no tiene sentido. El maratón nunca ha partido de esta avenida. Todo el que corre y entrena para un maratón, sabe que éste sale del puente…
¿A quién quiero engañar? Lo más probable es que ni siquiera esté vivo. Lo más probable es que todo esto sea un juego de la mente, un engaño. Así las cosas, ¿que importa si esto es posible o no?
Por lo menos, voy a disfrutarlo.
El edificio Chrysler. La Quinta Avenida. Desde aquí puedo ver la Trump Tower. La gran avenida se pierde a lo lejos. Y no veo a nadie. El desierto absoluto. Y el silencio. Me vuelvo hacia Nadia, buscando una explicación.
“¿Recuerdas?, me dice. Habíamos decidido venir juntos. Yo nunca he estado, y para ti es La Ciudad.”
Ya no me cabe la menor duda. Estoy muerto.
55 kilómetros.
Nueva York.
Esto supone correr mucho. Cruzar muchos puentes. Atravesar muchas avenidas. Y Central Park. Y…
“¿Todo listo, hermanito?”.
El pulso se acelera. Me vuelvo hacia el origen del sonido. Joan. No parece el Joan que conozco. Parece…más joven. También se ha preparado. Zapatillas, pantalón corto, dorsal…El 001…como yo.
Sonríe mientras ve como me doy cuenta de la coincidencia.
“Aquí todos llevamos el mismo dorsal, hermanito”
¿Todos?
Es entonces cuando me percato del murmullo. Otros corredores y corredoras hacen su aparición. Algunos se miran el dorsal y a si mismos, sorprendidos. Otros parecen más seguros de si mismos. Y también se miran entre ellos, sin comprender, o tal vez comenzando a comprender.
“Aquí todos tenemos una historia. Una historia que nos ha traido hasta este preciso momento. Algunos se habían preparado, pues conocían de la existencia del Libro y de la Profecía. Otros no creían, pero desde siempre han sabido que existía el 32 de Diciembre. En cualquier caso, al final solamente uno de nosotros se llevará el premio. Y el poder que ese premio conlleva”.
Nadia está muerta. Y Drezner también. ¿Lo está Joan? ¿O ellos? ¿O yo?.
Miro a Nadia y ella se acerca unos pasos. Como Drezner , hace ademán de intentar tocarme, pero sabe que no puede. Como Drezner. Es entonces cuando siento una mano en la mía. Un roce. Enseguida echo mi mano hacia atrás. Joan me mira, sonriendo.
Me ha tocado.
“Tranquilo, hermanito. Solo quería desearte buena suerte”.
Me ha tocado. Él puede hacerlo. Nadia y Drezner no.
Los muertos no pueden tocar a los vivos.
Estoy vivo.
Cómo si me leyera el pensamiento, Joan me guiña un ojo, y una mirada de provocación surge de ese rostro que no quisiera odiar pero odio.
“Si estás vivo, demuéstralo. Aunque ya sabes que tienes la partida perdida.”.
Tal vez pueda demostrarle que se equivoca.

diciembre 05, 2005

Día Sesenta y Cuatro



Caminamos por los pasillos del Hospital. Me da miedo preguntar o intentar averiguar hacia dónde. Miro de reojo a Drezner. Está tal y cómo le recuerdo. Parece vivo. Pero yo sé que no es así. Le vi muerto. Está muerto.
¿Lo estoy yo también?
“No lo estás. Estás en coma, en la habitación de un Hospital. Pero no vamos a dejar que una minucia como esa te impida encontrarte con tu Destino, verdad?”.
No sé que responder. Drezner detiene el paso y yo con él. No hay sonidos en el Hospital. Realmente, podríamos encontrarnos en medio del espacio, de la nada absoluta, sino fuera por el “decorado” que nos rodea.
“Te has estado entrenando durante muchas semanas. Para correr, ¿recuerdas?. Pues ha llegado el momento de que te enfrentes a tus rivales”
¿Mis rivales?.
“Vienen de todas partes. De todo el mundo. En realidad, solamente tienes que preocuparte de uno de ellos. Todos los demás saben que no tienen ninguna oportunidad, pero también saben que tienen que correr. Y están deseando hacerlo. ¿Sabes porqué? Porque están aquí para hacerlo. No hay mayor dicha para ellos que este momento para el que se han estado entrenando…incluso durante años”.
Intento comprender, pero me cuesta. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Sólo correr? ¿En eso consiste todo? ¿Ganar una carrera para la que se supone que he sido predestinado? ¿Hacer que una extraña Profecía se cumpla y conseguir a cambio un premio que todos desconocen, del que habla un Libro en una lengua que nadie entiende?
Definitivamente, tengo que estar muerto.
Drezner sonríe, y entonces me doy cuenta de que no he dicho una palabra. Pero él sabe de mis pensamientos. No necesito hablar para comunicarme con él.
Muy bien. ¿Qué sentido tiene, si estoy en coma en una cama de un Hospital, que me haya entrenado para correr? Si todo esto transcurre en algún punto de mi mente…¿para qué entrenar?
Otra vez esa sonrisa casi condescendiente.
“Tu entrenamiento no ha sido solamente físico. Es lo que siempre te decía, ¿recuerdas?. Ese entrenamiento físico al que estabas sometido no era más que el envoltorio para entrenar algo mucho más poderoso que tu cuerpo”
Mi mente.
“Exacto, asiente. Tu mente. Lo único que cuenta en una carrera, en esta carrera, en este Maratón”.
Así que se trata de eso. Un maratón. Nunca imaginé que mis primeros 42 kilómetros y 195 metros fueran de esta manera, la verdad.
“Y no lo serán, interrumpe mis pensamientos. No sé cómo serán tus primeros 42 kilómetros y 195 metros en una competición. Eso quizás lo averigües algún día. Hoy, descubrirás como será tu primera carrera de 51 kilómetros y 335 metros. La más importante de tu vida.”
No estoy preparado para correr esa distancia. ¿De dónde han sacado esa distancia tan arbitraria? No entiendo nada.
“No te voy a relatar una vez más el nacimiento del maratón como tal. Estoy seguro de que lo sabes de sobra. Lo único que te voy a decir es que esa distancia, la que hoy vas a correr, es la distancia exacta que Filípides corrió para avisar de la victoria en la batalla de maratón. No la distancia que se impuso en los juegos de Londres para que la Reina de Inglaterra pudiese ver la llegada tranquilamente. Te hablo de la distancia real. Exacta. No podíamos hacerlo de otra manera. Las reglas son las reglas. Y ya hace muchos siglos que se celebra esta Carrera.”
¿Cómo puede saber alguien la distancia exacta que corrió Filípides hace miles de años para…?
Vaya.
La saben. Para qué me voy a preocupar. La sabe. Seguro.
El pasillo termina a poca distancia de nosotros. Me miro. Llevo mi dorsal, mi equipamiento, aunque no recuerdo haberme vestido. Y, frente a mi, una gran puerta de cristal. Siento que la Carrera me espera al otro lado. Drezner asiente. No puedo ver lo que hay más allá.
Drezner hace ademán de apoyar su mano en mi hombro. Pero la retira enseguida. Por alguna razón que no comprendo, no me puede tocar. Pero su mirada me lo dice todo.
“Es hora de correr, hijo mío”.
Tomo aire, y asintiendo, sonriendo de puro nerviosismo, camino hacia la puerta de salida del Hospital. Una luz intensa, que me impide ver lo que hay más allá, me aguarda al otro lado.
Y mi Destino.