julio 28, 2005

Día Treinta y Siete


Con mayor rapidez de lo esperado, han ido pasando los días. Una semana, en concreto. Mi vida es una rutina dentro de otra rutina. Y me gusta. Por las mañanas, temprano, Drezner y yo entrenamos. Me gustaría encontrar una explicación a mis progresos, porque no me creo que el aire de la montaña y un entrenador, sin más, hayan conseguido que en tan sólo siete días haya pasado de hacer el kilómetro en 4´:40´´ a unos inesperados 4´:10´´. Nunca antes había ni siquiera rozado esas marcas. Bajar de los cinco minutos me llevó más de cinco meses de duro entrenamiento. Drezner simplemente sonríe, y sus ojos se iluminan al ver el cronómetro. Su mirada amable y amiga, sus gestos de ánimo, y sobre todo esa bebida isotónica que nos tomamos al acabar el entrenamiento (y ahora también por las noches, antes de la cena), han hecho el milagro.
Ayer pude verle en el aula del "colegio". Un aula improvisada, que en verano es al aire libre. Catorce niños de entre 8 y 13 años le escuchaban atentamente. Se diría que les hipnotiza con sus palabras, de la misma manera que sus buenos consejos a la hora de correr, de acomodar mi postura al terreno montañoso, hacen que el progreso, mi progreso, continúe, casi podría decir que día a día.
Por su parte, Joan ha empezado a dar pequeños paseos por el pueblo, acompañado de sus "guardaespaldas" y de un bastón. Él es el único que desentona en este paraje perdido, en este mundo idílico. Y, a su vez, este lugar de maravillas ha nacido, en parte, de su mente. Contradictorio.
Nadia, por su parte, le acompaña en esos paseos, se deja aconsejar por Angela Drezner a la hora de preparar la pasta que empuja mis piernas, dedica las tardes a leer y, lo sé, cuando yo estoy entrenando y ella no está con Joan, se encierra en esa habitación y utiliza su ordenador. Ese ordenador.
No puedo olvidar mi objetivo. Debería de ser capaz, de alguna manera, de conseguir los datos del portátil. Copiar sus archivos en un CD, y llegar hasta alguna parte en donde pueda encontrar la cobertura suficiente para usar el móvil de BMW y ponerme en contacto con el Gobierno.
Debería hacerlo, intentarlo, trazar un plan. Aunque ello implique dejar de entrenar con este hombre que convierte cada día en algo nuevo, que me cuenta historias sobre sus viajes, sobre su matrimonio, sobre la adoración que siente por su mujer, mientras corremos codo con codo todos los días. Debería hacerlo, aunque eso signifique el fin de estos inesperados progresos en mi entrenamiento. Debería hacerlo aunque ello dé al traste con mi sueño de participar en la maratón de la ciudad, o de cualquier otra ciudad pero, por fin, en una maratón.
Mi sueño.
Mi cuerpo está cada vez más delgado y fibroso. Tengo el peso justo, la fuerza necesaria, la voluntad y el valor para salir y correr como nunca antes en mi vida.
Y, a cada minuto que pasa, siento que mi otro objetivo, huir de aquí, entregar a las autoridades a Joan, a Nadia, descubrir y desmantelar lo que sea que esta gente se propone...se va debilitando. Y se debilita porque conseguir ese objetivo implicará dar al traste con los sueños de todos aquellos que, engañados o no, han venido a este paraiso a vivir...a todos los paraisos repartidos por el pais. Aunque sea por una causa mayor, probablemente para salvar vidas, quien sabe lo que La Cruz pretende realmente...al ponerlos al descubierto...este sueño se acabará para todos los inocentes, gente como Drezner y su mujer, que han venido, quizás huyendo, sin duda buscando un mundo mejor.
Mi decisión se debilita y, proporcionalmente, mis piernas y mi cuerpo progresan y se acercan al sueño de mi vida. Sentado aquí, al lado del arroyo más hermoso que puedo recordar, formado por el agua cristalina que desciende desde lo alto de la montaña, bajo el sol que aún no calienta...me siento flaquear.
Y, cada día, un poco más.




julio 27, 2005

Día Treinta y Seis


Durante el trayecto hasta la casa de Drezner, pude sentir la tensión, la desconfianza mal disimulada, que manaba de Nadia. Nunca hasta ahora la había percibido de aquella manera. En cierto modo, era como yo. Actuaba como yo. Leal a una creencia quizás no tan lejana como la mía. Un objetivo. Un modo de ver la vida. Pero ella estaba allí, bajo las estrellas, caminando, cogiendo mi mano, porque así lo había decidido. Yo, al contrario, lo hacía empujado por una casualidad, aquella que había llevado aquel casi olvidado mensaje a mi ordenador.
No, definitivamente, ella salía ganando. No hay nada más poderoso que una convicción absoluta.
Nadia me dijo durante el camino que la cena no podría ser en casa de Joan. El mismo Drezner había insistido en invitarnos a todos a una cena preparada por su mujer, y nadie se había podido negar.
La casa de Drezner era muy parecida a la nuestra. Y, no lo voy a negar, al escribir "la nuestra", siento una extraña comezón, un sentimiento de indefinición que recorre todo mi cuerpo. Pero de alguna manera tengo que llamar a eso que Nadia define como "nuestro hogar".
Joan parecía casi recuperado, lo cual no deja de ser sorprendente. Al caminar, se le notaba el peso de la herida, y en ocasiones, durante la cena, en la que apenas habló, dejando todo el protagonismo al anfitrión, le noté alicaido, lejano, pensativo. Muy al contrario, la mujer de Drezner, Ángela, me pareció alguien dotado con el "don" de la alegría y la vida. Sentada al lado de su marido, él apenas dejaba que se levantase, sirviendo los platos, y mirándola todo el tiempo de esa manera que solo una palabra de cuatro letras puede definir. Algo difícil de creer en medio de aquel caos...o quizás no tanto. Si realmente aquellos que vivían en el pueblo lo hacían en busca de un futuro mejor o, en el caso de aquella pareja, de un ocaso al fin tranquilo, no cabía la menor duda de que su única lucha consistía en hacer de aquel lugar un "mundo" mejor.
En Ángela noté el acento argentino apenas perceptible en su marido. Drezner asintió y mientras saboreábamos un delicioso plato de pasta, nos contó su historia. Bueno, me la contó a mi, porque Joan y Nadia ya la conocían. Y los dos hombres que permanecían en la entrada de la casa, disimuladamente ocultos en la noche, vigilando, no parecían estar muy interesados en el tema.
Drezner había sido un medio-fondista de renombre durante la época de la dictadura en la argentina. Y Angela, una activista de los derechos humanos. Por desgracia, eran malos tiempos para ser activista de nada, y ambos habían sido encarcelados. Además de eso, a Drezner le habían arrebatado el derecho a dar clases de química a los chavales. Por eso, ahora estaba doblemente contento. Por un lado, podía entrenar en medio de la montaña. Y tenía un compañero para hacerlo. Y además daba clases a los chavales del pueblo un par de veces por semana. Y, de repente, me encontré escuchando viejas historias de la Argentina, de su viaje a los glaciares, de sus recuerdos, de un perro que se llemaba Tristón que un día se fue y nunca volvió. Y de nuevo de aquel viaje que había sido tan especial para ellos, del frío que habían pasado, de su vida y de sus recuerdos. A Angela, aquella mujer de cabellos canos, ojos grandes, claros y cristalinos y sonrisa sincera, como la de su marido, se le humedecía la mirada solo con oirle hablar.
Al nombrarme a mi como su nuevo "pupilo", una bendición como caida del cielo, Drezner alargó su mano y tomó la mía sobre la mesa. Sentí que un frío inesperado recorría mi cuerpo, pero no era miedo en absoluto, sino algo totalmente nuevo. Confianza. Cariño. Tranquilidad.
Algo impensable tan solo unos minutos antes.
También pude ver, por el rabillo del ojo, como Joan y Nadia cruzaban una rápida mirada de complicidad, satisfechos. Nunca he podido ocultar cuando algo me emociona o me estremece. Últimamente estoy aprendiendo a hacerlo, pero no fue el caso en ese momento, simplemente porque no podía.
No podía hacer otra cosa que rendirme ante aquella pareja que me miraban como a un hijo.
Al despedirnos, Drezner me emplazó para el día siguiente, para nuestro entrenamiento diario. Yo asentí, y mientras caminaba con Nadia de regreso a casa,y ella hablaba con voz cálida de aquella pareja y de lo bien que se sentía siempre que estaba a su lado, descubrí que estaba deseando que el día siguiente llegase, para poder entrenar al lado de aquel hombre con el que me sentía realmente a gusto, tranquilo y seguro.
Mi entrenador.



julio 26, 2005

Día Treinta y Cinco

Existe en esta casa una habitación a la que no tengo acceso. Nadia nunca ha comentado nada. Simplemente, cuando llegamos por primera vez, pasó de largo, frente a la puerta. Una puerta que siempre está cerrada. La primera puerta según se sale del lavabo. Desde ese primer momento, supe que allí había algo. Desde luego, podría tratarse de una falsa alarma, puede que mi "sentido conspiratorio" se esté pasando de listo...pero aunque lleve aquí poco tiempo, las dos o tres veces que he caminado frente a esa puerta...he sentido, tal vez debería decir presentido, algo.
Por supuesto, mi siguiente paso ha sido pensar en la manera de acceder a esa habitación. La cerradura, al contrario que las del resto de la casa, es nueva. Alguien se ha tomado muchas molestias. Y, sinceramente, resulta difícil encontrar un instante para intentar entrar allí.
Si no fuera por la mirada que encontré en los ojos de Nadia al despertarme, ni siquiera habría vuelto a pensar tan pronto en esa puerta. Pero la mirada y el "secreto" parecen sumar dos y dos. Y desde hace semanas me encuentro inmerso en un mundo que a su vez se envuelve en otro mundo que me lleva a donde, si pudiera...no iría.
Mientras me duchaba, preparándonos para la cena de esta noche, una cena a la que asistirán Joan, Drezner, su esposa y quizás alguien más, he cerrado el grifo un instante. Y entonces he podido oirlo claramente. Un sonido familiar. He vuelto a abrir la ducha y, conteniendo la respiración, he abandonado la bañera, y observado a través de la puerta entreabierta. La habitación contigua seguía cerrada, pero claramente se podía escuchar el sonido desde mi posición. Dando dos pasos al frente, me he asomado al pasillo, pegando mi oreja casi a la puerta.
Teclas. Alguien escribiendo.
Las teclas de un ordenador.
No podía tratarse de otra cosa. El ordenador de Nadia. Y quizás algo más. Por eso la puerta permanecía cerrada. Tenía que tratarse de eso.
He vuelto al interior de la bañera y he llamado a Nadia, gritando un poco. Claramente pude escuchar el sonido de la cerradura de la habitación contigua, abriéndose y cerrándose. Nadia, sonriendo, ha entrado en el baño. Y yo le he mostrado el bote de champú vacío.
Durante un segundo, su sonrisa ha desaparecido. Su ceño se frunció. Después, inmediatamente, ha vuelto esa extraña alegría a su rostro, y ha abierto el armario del baño, para darme un bote nuevo. Me ha dado un beso apartando la cortina y seguidamente...
Pude verlo claramente.
Al salir del baño, se detuvo un instante, y su mirada , su cabeza, se inclinó hacia el suelo. A sus pies, un buen charco de agua.
Soy imbécil.
Durante un par de segundos, aguardé. No dijo nada. Volvió a levantar la cabeza y, abandonando el baño, cerró la puerta a su paso.
Mentiras, mentiras y más mentiras.
Ésto ya parece un matrimonio de verdad.
Tengo que conseguir ese ordenador. O acceder a él. o hacer una copia en CD de sus archivos. Lo que sea.
Y pronto.




julio 21, 2005

Día Treinta y Cuatro


Esta tarde, antes de la cena, durante al menos un par de horas, me he quedado a solas en la casa. Como Nadia la llama..."en nuestro hogar". Es curioso como, acostumbrado a verla en SegCom casi todos los días con sus estilizados y elegantes trajes de ejecutiva, me sigue resultando extraño tenerla a mi lado en vaqueros y camiseta. No parece la misma persona. De hecho, desde que hemos llegado, me resulta difícil creer que se trate de la misma mujer que casi me empujó a dispararle a Carlos, que me animó a hacerlo, incitándome, susurrándome "que no era nadie importante". Como si una vida, la vida de un amigo, de un conocido, de cualquiera, no fuera importante.
Esta tarde, ha salido para visitar a Joan, que descansa y se recupera en una casa al otro lado del pueblo. Y yo, pensando en la cena, he decidido descansar un rato, tumbarme en cama y quizás echar una siesta para recuperarme del entrenamiento de la mañana. Lo bueno que tiene, que siempre ha tenido para mi, un entrenamiento, es que despeja la mente, y aclara las ideas. Cuando terminas, en los minutos siguientes, te sientes el dueño del mundo, te crees capaz de conseguirlo todo, de resolverlo todo. Y, a medida que pasan los minutos, recuerdas que te estás engañando, que es mentira, y que realmente lo único que has hecho, que has conseguido, son nuevas fuerzas para, un día más, enfrentarte a ese mundo y salir un poquito más victorioso que el día anterior.
No puedo decir nada de lo que pienso en esa cena. Tengo que mostrarme prudente, amigable, sereno, seguir fingiendo, y ver hacia donde me lleva todo ésto. ¿Porqué tengo un entrenador?. ¿En qué medida o manera está este entrenamiento relacionado con los futuros planes de La Cruz?. De momento, son preguntas sin respuesta. Tengo que encontrar esas respuestas de una u otra manera. Y no lo voy a hacer desenmascarándome y mostrando mis verdaderos sentimientos hacia Joan o la propia Nadia. Quisiera hacerlo, cada minuto que pasa un poco más....pero no puedo.
El teléfono móvil sigue sin cobertura. Ni una raya. Lo que daría por poder llamar, por enviar un mensaje. Lo que fuera.
Finalmente, he caido dormido, y sueños, visiones intranquilas, me han acompañado durante la hora de descanso. Rostros apenas visibles, sensación de frío...Susurros...
Cuando me he despertado, Nadia estaba sentado en la cama, a mi lado. Me miraba fijamente, con seriedad, y durante un segundo, he sentido algo parecido a miedo al verla allí. Durante ese breve instante, no me miraba con esa expresión de cariño, de amor, a la que me ha acostumbrado cuando estamos a solas.
Así es como he empezado a sospechar.
Si yo puedo fingir, ella también. Y Joan.
Ese rápido y fugaz pensamiento abrió de repente demasiadas puertas, demasiadas posibilidades en mi mente.
Entonces Nadia sonrió, el momento fugaz desapareció, y volví a sentir que me quería, que me necesitaba y confiaba en mi.
Pero la semilla de que tal vez esa no fuera la realidad permaneció en mi.


julio 19, 2005

Día Treinta y Tres


Correr.
Una vez más. Libre. Y, esta vez, entre las montañas, sintiendo el aire limpio entrar en los pulmones, casi quemando el camino en su pureza.
Nunca había tenido un entrenador hasta ahora. Drezner parece un buen tipo. No quiero olvidar donde estoy, ni lo que ocurre a mi alrededor, pero si quisiera hacerlo, con él sería fácil. Hoy, para conocernos, hemos corrido unos quince kilómetros codo con codo. Tranquilamente, sin forzarnos demasiado, a unos 5 minutos el kilómetro. Se trata de un hombre mayor, pero en absoluto de un "viejo". Ha corrido durante muchos años. Mientras lo hacíamos, hoy, hemos charlado amigablemente. No me ha querido decir nada sobre mi entrenamiento. Digamos que "ha pasado por encima de la cuestión" muy sútilmente. Lleva un año y medio viviendo en el pueblo, con su mujer, a la que ha prometido presentarme en cuanto haya ocasión. Según él, se encarga de mantener en buena forma a los que así lo desean, y de iniciar a los más pequeños en el deporte. Organizan algún partido entre chavales los fines de semana , alguna carrera y cosas de ese tipo. Al parecer hay cuatro maestros, profesores, que dan clases todos los días a los más niños. Todo parece estar muy bien planificado. El caso es que Drezner se ha puesto muy contento cuando Joan le ha dicho, unas semanas atrás, que era muy probable que yo pasara una temporada en el pueblo, y que así podríamos entrenar juntos. Y él se lo había tomado como un reto personal. Nadia le había comentado que estaba preparándome para mi primer maratón, y Drezner había sumado dos y dos. Se encargaría personalmente de mi entrenamiento.
Lo más curioso es que, aunque aquel hombre invitaba a la confianza, y había algo decente en su mirada y en sus palabras...seguía escondiéndose algo. Algo no encajaba. Algo no estaba bien.
"Esta noche cenaremos en casa de Joan", me dijo mientras caminábamos y bebíamos agua, de regreso al pueblo. "Allí podrás preguntar lo que quieras, sin ningún tipo de tapujos".
Seguía sin poder creérmelo.
La bebida que Drezner traía en las botellas, dos, una para él y otra para mí, tiene un extraño regusto. No, no es que me esté volviendo paranoico. Simplemente, sabe diferente. Dice que se trata de una bebida isotónica que él mismo se lleva preparando desde hace veinte años. Agua, limón, una pizquita de sal, otra pizca de bicarbonato...Y es cierto que sabe a todas esas cosas. Pero mi mente paraonica me dice que sabe a algo más. Quizás me esté pasando de cabezota.
El aire de este lugar es una maravilla. Esta noche, he dormido de un tirón. Sin pesadillas, sin malos sueños, simplemente cerré los ojos y sentí la mano de Nadia sobre la mía.
Hemos dormido juntos. Después de los últimos acontecimientos, pensaba que me sentiría más incómodo, más...Pero no ha sido así. Me ha abrazado y se ha dormido, antes incluso que yo. Y, a mi pesar, me he sentido cómodo allí, con ella.
Quizás porque hacía tanto tiempo que no me dormía en algo tan parecido a un hogar que....
No.
Este no es mi hogar.
Esta no es mi vida. Esta gente mata. Quizás no lo hagan esas familias con las que me he cruzado al despedirme de Drezner, quizás la mayoría en este pueblo sean buenas personas que han venido aquí a empezar una nueva vida...engañados, convencidos...
Pero Joan, Nadia, esos hombres que siempre les acompañan...
Ellos han asesinado a sangre fría delante de mis narices. Ellos me pidieron, como prueba, que disparase contra Carlos.
No puedo olvidar todo eso. No debo.
Y esta noche pienso recordárselo.

julio 18, 2005

Día Treinta y Dos



Tal y como me imaginaba, el interior era sencillo. Un pequeño camino nos llevó hasta él, atravesando un jardincillo. Como era de esperar, la madera dominaba el entorno. En la parte de abajo, nada más entrar, un comedor-cocina, un pequeño salón, y unas escaleras que daban acceso a la parte superior, donde me aguardaban dos dormitorios y otra pequeña estancia llena de muebles viejos. Aún así, siendo todo tan espartano, se notaba que había sido restaurado recientemente. Barnizados los muebles y los suelos, la cocina era aparentemente nueva, y todo estaba decorado de esa curiosa manera que te hace pensar "es un decorado, algo preparado expresamente para producir un efecto".
Nadia me indicó que uno de los dormitorios, evidentemente el que tenía la cama más grande, sería el nuestro. Y descubrí con sorpresa que mis cosas estaban allí. En el armario, mi ropa, y cerca de la cama, una bolsa de deporte que conocía muy bien. Mis zapatillas, mi botella de agua, mis camisetas...Todo lo necesario para mis entrenamientos diarios.
"Habéis pensado en todo".
Nadia asintió, contenta. Mientras bajábamos de nuevo, y Nadia le indicaba a uno de los hombres de la furgoneta, que había permanecido en la puerta esperando, que ya podía irse, me informó de que por la tarde, o mañana, iríamos a dar un paseo por el pueblo. Joan había decidido que aquel era el mejor lugar para esconderse si algo ocurría. Estábamos aislados, y como pude comprobar unos segundos después, el teléfono móvil de BMW no funcionaba de ninguna manera. Teniendo en cuenta que no encontraría por allí cerca la manera de cargarlo ni nada por el estilo, preferí desconectarlo y ahorrar batería.
Mientras Nadia hacía café, me asomé a la ventana de la cocina. Desde allí, se podía ver gran parte del pueblo. No había demasiada actividad, pero pude ver algunos niños correteando en el jardín de una de las casas, un coche llegando a otra y descargando leche, bebidas y cosas por el estilo.
Según me comentó Nadia mientras tomábamos el café, un par de veces a la semana se bajaba al pueblo más cercano y se compraban víveres. Eso quería decir que había que recorrer más de 80 km, la mitad para ir y la otra mitad para volver. Realmente, estábamos muy aislados. Entre los habitantes del pueblo había un matrimonio de médicos, y otra familia había habilitado la parte de abajo de su casa como centro de reuniones.
"Algo parecido al bar del pueblo".
Si no hubiera sido porque flotaba en el aire, en el ambiente, un aire de falsedad, de escenario prefabricado, habría sido un lugar idílico. Pero yo no podía dejar de pensar en todo lo que me había llevado hasta allí. Sabía que alguien me estaría buscando en aquellos momentos. Era evidente que habrían encontrado los cadáveres de todos aquellos hombres, que el rescate de Joan era un hecho, y que yo me había ido con ellos. Volví a mirar por la ventana, y sentí que realmente lo iban a tener complicado para encontrarnos allí arriba. Aún así, una parte de mi se sintió muy, realmente muy bien, mientras me relajaba observando el paisaje que nos rodeaba. Era el sueño de cualquiera maratoniano. Allí se podía correr y correr, había caminos, cuestas, y el aire era tan limpio que casi hacía daño. Por lo menos podría correr, entrenarme y pensar en qué hacer.
Como si algo o alguien hubiera leido mi mente, llamaron a la puerta. Nadia la abrió. Se trataba de un hombre, algo más de sesenta años. Delgado, no muy alto. Cabellos canos, piel morena, ojos negros y grandes. Se le notaba musculoso a pesar de los años. Fibroso. Y había un algo de confianza en su mirada, en su sonrisa, en su saludo a Nadia, en su manera de tenderme la mano, en la firmeza con la que estrechó la mía.
"Te presento a Daniel Drezner", dijo Nadia mientras nos estrechábamos las manos. "Tu nuevo entrenador"
¿Entrenador?

julio 14, 2005

Día Treinta y Uno


Hacia la madrugada la furgoneta se detuvo. Miré a través de la ventanilla. Estábamos en una estación de servicio, que parecía alejada de la Mano de Dios y de cualquier lugar civilizado. Los surtidores se veían viejos, uno de ellos aún tenía la pegatina de "super" y "el bar" no era otra cosa que un decrépito local iluminado apenas por lo que, si no era la luz de unas velas, al menos lo parecía.
El conductor de la furgoneta bajó y regresó con unas pequeñas botellas de plástico, que él mismo había llevado vacías, llenas de café. No sabía especialmente bien, pero al menos sentí que calentaba mi cuerpo, y eso me hizo despertar un poco de la ensoñación en la que me había visto envuelto hasta el momento.
Finalmente, continuamos camino. Nos movíamos despacio. La carretera, si es que así se la podía llamar, comenzó un lento ascenso. Y al poco rato simplemente dejó para siempre de llamarse carretera, para convertirse en un viejo camino serpenteante. Seguíamos ascendiendo, mientras la noche avanzaba. A mi lado, Nadia se había quedado dormida, cogiendo mi mano, y yo no quise soltarme, y sorprendentemente para mí me sentí reconfortado al tacto de su piel. Nadia es de esas mujeres que tienen la piel suave, a base de cuidados y mimos, y quizás en parte debido a su naturaleza, pero uno se siente vivo y tranquilo cuando esa piel está cerca de la suya.
Lentamente, comenzó a amanecer. El primer hilo de sol hizo que Nadia diese un respingo, y entreabriera los ojos. Su mirada, al principio borrosa a causa del sueño, pareció iluminarse al pasar sobre mi cabeza, hacia el exterior. Seguí sus ojos en busca de respuesta...y la encontré.
Nos encontrábamos en lo alto, muy en lo alto...de alguna parte. El sol despuntaba a lo lejos, y dibujaba ante nosotros la silueta de un viejo pueblo. No más de treinta casas y los polvorientos caminos que las unían. Quizás hubiera estado abandonado en algún momento, pero ya no. Aunque no se veían siluetas ni vida, supe de inmediato que en nuestro destino no estaríamos solos. Las entradas a las casas, las cortinas en las ventanas, humo saliendo de un par de chimeneas...supe que allí vivía gente, supe que nuestro destino era aquel lugar...y que aquel sitio significaba algo.
"Lo hemos recuperado nosotros", me dijo Nadia mientras la furgoneta atravesaba el pueblo, entre las casas. Pude ver algunas personas entonces, asomando entre las cortinas. Gente normal. Gente como la que veía todos los días en la ciudad o en mi trabajo. Hice un rápido cálculo mental. Probablemente, cerca de un centenar de personas en aquel pueblo perdido en medio de la nada. Y supe cual era la pregunta que tenía que formular.
"¿Hay más?".
Los había. Por todo el pais. Familias enteras vivían en ellos. Pueblos abandonados como aquel, ahora recuperados. Adeptos que se habían ido uniendo poco a poco a La Cruz. En su mayor parte, los habían buscado. Y enseguida supe cómo.
SegCom.
El lugar perfecto. Datos y más datos sobre parejas, familias, hombres, mujeres y niños. Así era cómo los captaban. Por supuesto, no fué así como me lo contó Nadia. Para ella era "otra cosa". Les ofrecían la oportunidad que buscaban. Ellos se ajustaban a un perfil, conservador, amante de la vida rural, familiar, necesitado de un futuro, y ellos les ofrecían ese futuro recuperando aquellos pueblos.
La furgoneta se detuvo frente a una de aquellas casas.
"Este será nuestro hogar".
Nuestro hogar.

julio 12, 2005

Día Treinta


Muertos.
Me rodean. Cierro los ojos y los veo. Siento que aquello que siempre he intentado, quizás conseguido, controlar, se escapa entre mis manos. Y vuelvo a recordar cuando mi vida era un caos, cuando creía que vivir consistía en hacer que yo fuera lo más importante para mí, por encima de cualquier otra consideración.
Años oscuros, como la oscuridad que me rodea y, en ella, como fogonazos, como relámpagos en la noche, están ellos. Los muertos.
Puedo sentir su presencia a mi lado. Nadia me acompaña. La furgoneta nos lleva, dios sabe dónde, dios sabe a través de qué, hacia alguna parte, hacia nuestro destino, sea éste el que sea. Todo escapa a mi control. Todo.
Si al menos pudiera calzarme mis zapatillas y correr un rato.
Parece imposible. Y puede que lo sea. Pero es lo único que podría calmarme y hacerme reflexionar con claridad. Es lo que hizo que mi vida dejara de ser un caos. Correr. Me tomó en sus brazos y me llevó por un mar de tranquilidad donde antes sólo había dolor, rabia, miedo.
Dolor, rabia, miedo.
Los siento renacer en mi interior. Puedo ver el cadaver de BMW, en el suelo, con un circulo negruzco en la frente, y un hilo de sangre que escapa de él. Puedo ver a los otros hombres, sus cuerpos inertes, sus pechos que no se mueven arriba y abajo, como deberían. Y sus rostros blanquecinos, sin vida, sus miradas perdidas en alguna parte, en algún lugar que no es de este mundo.
Sus ojos abiertos y muertos.
Nadia toma mi mano. Abro los ojos. Ella me sonríe con melancolía. Me gustaría preguntarle porqué. El porqué de todo ésto. Pero ella parece estar convencida, luchar por un ideal. Por un mundo diferente. Y, consecuentemente, ha hecho lo que tenía que hacer. Rescatar al hombre al que idolatra, el que encarna ese ideal. Y, por un extraño quiebro de esta condenada historia, del destino quizás, su gesto me indica que está absolutamente convencida de que el hombre que tiene a su lado, el tipo del que se ha enamorado, yo, formo parte de su vida, de su mundo, y soy un adepto convencido al que parece ser su objetivo en esta vida.
El objetivo de La Cruz.
Tengo que averiguarlo. Quizás a través de ese maldito ordenador portátil, quizás a través de la propia Nadia, o de Joan, pero tengo la sensación de que el tiempo corre en mi contra.
Y, además, ahora siento algo nuevo.
Se lo debo a BMW. Y a esos hombres que ya no están. Y, probablemente, a aquellos que, sin saberlo, día a día, en mi trabajo, en mi vida, a mi alrededor, me ayudaron a salir de aquel caos, de EL CAOS que era mi vida anterior.
La gente.
Muestro una sonrisa que intento parezca verdadera y Nadia aprieta mi mano con fuerza. Me gustaría sentir algo más que pena y piedad por ella, pero no es posible. Ya no.
Aún así, quizás haya una oportunidad.
Llevo en el bolsillo de mis vaqueros el teléfono móvil de BMW.
Fué algo rápido. Casi lo hice sin pensar. Nadia miró un momento hacia el pasillo. Y yo hacia el cadaver de BMW. Estábamos los tres solos en la habitación. Sólo hicieron falta dos segundos. El teléfono estaba en el suelo, al lado de su cadaver. Acababa de usarlo.
Me agaché, lo tomé y me lo guardé rápidamente.
Parpadeo. Miro a Nadia. Ella parece esperar algo. Creo que me acaba de preguntar alguna cosa.
"¿Estás bien?.¿Te llegaron a torturar?"·
Niego con la cabeza. Ella parece suspirar aliviada.
Miro por la ventanilla. Ya no se ve la ciudad, solamente la noche que nos rodea. Ni casas, ni coches, solo la carretera que nos lleva.
Si al menos supiera a dónde...



julio 11, 2005

Día Veintinueve


Y, de repente, el silencio.
BMW me indicó que no me moviese. Después, con un gesto rápido, ordenó a los dos hombres que nos acompañaban que echasen un vistazo al exterior. En la habitación contigua, donde estaban interrogando a Joan, todo se había detenido. Los hombres que le acompañaban permanecían en silencio, mirándose, esperando. Joan no se movía.
Nuestros dos acompañantes salieron de la habitación. Cerraron la puerta a su paso. Pude escuchar claramente sus pasos cruzando el pasillo. Y oirles comenzar a bajar las escaleras. Sus pasos se detuvieron. Silencio. Alguien gritó "NO" y se escucharon varios disparos. Y, nuevamente, el silencio.
BMW maldijo mientras me miraba. Hundió su mano derecha en la chaqueta y extrajo una pistola. Por primera vez desde que le conocía, pude ver en su rostro un atisbo de duda ante el siguiente paso a dar. Echó mano de su teléfono móvil y pulsó una tecla. Se identificó y justo cuando estaba a punto de comenzar a hablar, la puerta de nuestra habitación se abrió. Dos figuras con mono negro y casco de motorista entraron. BMW levantó su arma y fué lo último que hizo. Un solo disparo le alcanzó en la cabeza y cayó al suelo. Ahora, recordánlo, casi podría asegurar que su mirada, mientras caía al suelo, se volvió hacia mí. Quizás fueran imaginaciones mías. Dí un paso atrás, aterrado, pero en cierto modo sabía que no me ocurriría nada...de momento.
La puerta de la habitación contigua se abrió también. Los dos interrogadores cayeron abatidos, y una vez más pude contemplarlo todo a través del cristal-espejo. La gente moría a mi alrededor. Y yo no sabía qué hacer, ni alcanzaba a articular palabra. Los hombres que permanecían en mi habitaicón me miraban, hasta que uno de ellos, el que había disparado sobre BMW se quitó el casco.
Nadia.
Supongo que mi mirada era el terror absoluto. Pero ella me sonreía. Estaba feliz. Acababa de matar a un hombre de un solo disparo, un disparo perfecto que había entrado por su frente, justo entre los ojos, y allí la tenía, sonriendo, caminando, casi corriendo hacia mí. Me abrazó con fuerza, me sonrió, y me besó sin que yo pudiera hacer otra cosa que intentar responder, aunque no creo que fuera capaz de fingir tanto.
"Vámonos de aqui. Pronto vendrán más", me dijo.
Abandonamos el caserón. Algunos hombres recogieron a Joan y se lo llevaron, inconsciente. Abajo, dos furgonetas negras nos esperaban. Y algunas motos. Subí con Nadia a una de aquellas furgonetas, y mientras nos poníamos en marcha, pude ver a lo lejos el sol poniéndose, cubriendo de penumbra la ciudad, lejana, y todo lo que podía recordar, mi vida anterior, todo, se oscurecía con ella. Sentí la mano de Nadia sobre la mía. Seguía sonriendo.
"Te lo dije. Estamos juntos. Ahora empieza lo mejor".
Sus palabras sonaron como el cristal que corta una vena, y me sentí sangrar mientras nos alejábamos más y más en la noche.

julio 07, 2005

Día Veintiocho


A medida que el coche se iba alejando de la ciudad, comencé a sentirme más y más confuso. Esperaba que me trasladasen a algún tipo de instalación gubernamental, algo parecido a un edificio del Ministerio del Interior, en donde Joan estaría siendo interrogado. Sin embargo, al parecer, estaba equivocado. El coche se adentró cada vez más en el interior, alejándose de la ciudad, de la costa, perdiéndose en la maraña de montañas y valles, hasta llegar a una especie de vieja casona que parecía cuanto menos abandonada, rodeada de una carcomida valla blanca, que pretendía proteger lo que quizás alguna vez hubiera sido un jardín, y en estos momentos no pasaban de ser cuatro hierbajos. Pude ver claramente un par de coches fuera de la casa, y a través de una de las viejas ventanas se adivinaba una ténue luz en el interior.
Entramos.
A pesar de aquella luz amarillenta, la casa estaba casi completamente a oscuras. BMW me indicó por donde ir, cruzando lo que quizás alguna vez fuera un pequeño salón, ahora cubierto de sábanas enmohecidas y polvorientas, un conjunto que se te metía dentro, que te obligaba a intentar respirar casi sin conseguirlo.
Subimos unas escaleras que crujían bajo nuestros pasos. BMW en primer lugar, yo siguiéndole y otros dos hombres a mis espaldas. Llegamos hasta un pasillo en el piso superior, y al final, a lo lejos, me señaló la puerta entreabierta. Le miré, sin comprender, quizás sin querer comprender. Pero obedecí su gesto, y caminé hasta llegar a la puerta. La estancia que me esperaba al otro lado estaba mucho más limpia que el resto de la casa. Suelo de madera en una habitación estrecha con un par de sillas, una mesita, una cafetera, una bombilla colgando del techo...y un amplio cristal que nos separaba de la habitación contigua.
A medida que iba entrando en la estancia, pude ver lo que ocurría en la de al lado, a través de aquel cristal del que inmediatamente supe que se trataba de un espejo. Al otro lado, dos hombres permanecían de pie frente a un tercero que, sentado sobre una silla, con la cabeza cubierta por una gran capucha, permanecia alicaído y silencioso. Los dos hombres que le acompañaban vestían de mono negro, y a su lado, sobre una pequeña mesita, pude ver algunos instrumentos que se me antojaron quirúrgicos, jeringuillas, bisturís, y otros aparatos que desconocía.
Me volví hacia BMW. Él se encogió de hombros, con gesto de "no hay otra salida". Supe inmediatamente que el encapuchado era Joan. Lo sabía todo el tiempo. Me separé un poco del cristal, mientras uno de aquellos hombres se le acercaba e inyectaba algo en su brazo. Pasados unos minutos, le oí claramente formular la pregunta: "¿Qué es lo que va a ocurrir?. ¿Dónde? ¿Cuando?".
No hubo respuesta. Solo silencio. El otro hombre le indicó al primero que se apartase, y situándose frente a Joan, golpeó con fuerza su cabeza. La capucha se echó hacia atrás con el golpe, y pude ver su rostro lleno de moratones, sangrante, casi como si de una llaga se tratase.
Volví inmediatamente la mirada hacia la pared. BMW puso una mano sobre mi hombro, pero yo la aparté. Al hacerlo, pude ver el gesto de uno de aquellos dos tipos que nos acompañaban en la estancia. Me miraba con desprecio. Con suficiencia. Y comprendí que era de esos que disfrutan con su trabajo. Y aquel era su trabajo.
Fue entonces cuando oímos el golpe en el piso inferior. Y pasos. Y gritos.
Y Disparos.

julio 04, 2005

Día Veintisiete


Decir que Carlos me miró como si yo fuese el demonio es decir poco. Supongo que el hecho de que alguien a quien has llegado a considerar tu amigo, tu compañero, tu "socio", estuviese a punto de disparar sobre tí mientras el dolor que sientes en tu mano alcanza niveles insoportables y tu mente te dice a cada segundo que ésto se acabó, y que la hora ha llegado, no ayuda mucho a sentir que esos lazos de amistad son reales y sinceros.
Permanecimos en silencio durante casi cinco minutos, mirándonos de reojo, incómodos. Él, sentado en la cama del Hospital, con la mano vendada y el rostro paliduzco, ojeroso, destrozado. Cuando finalmente me decidí a hablar, quise hacerle comprender que no habría disparado bajo ningún concepto, que soy incapaz de matar a nadie, y menos aún a alguien a quien tengo por buen amigo. Carlos asintió, como si todo eso ya lo supiese, pero el terror no desaparecía de su mirada. El entusiasmo que había visto en él días antes, como si estuviese viviendo uno de sus videojuegos favoritos, como si pudiesemos arreglar el mundo él y yo juntos, formando un equipo, como siempre ocurre en el cine... Todo se había ido.
"No te estoy culpando de nada. Los culpo a ellos. Y a todo ésto que nos ha ocurrido. Por eso no quiero tener nada que ver con todo este asunto".
Era comprensible. En aquel momento, le envidié. Por tener la oportunidad de dejarlo todo, de abandonar aquella mierda en la que nos habíamos metido. Me contó que Interior quería que colaborase con ellos, con sus expertos en informática. Quizás había visto o recordaba algo en el poco tiempo que había pasado dentro de "La Cruz", que les pudiera ser de ayuda. Carlos había accedido. Al fin y al cabo, había trabajado durante unas pocas horas con sus ordenadores, y con un equipo reducido que le habían asignado. Lo único que buscaba era protección y seguridad, y que todo acabase para él cuanto antes.
"¿Y tú, que vas a hacer?".
Era una buena pregunta. Me daba miedo pensar en la respuesta. Había accedido a seguir. Aún no sabía a qué precio, si es que tenía que pagar alguno. Pero, además de aquel asunto del ordenador de Nadia, de su llamada unas horas antes, y del hecho de que BMW estaba totalmente convencido de que algo "gordo" se estaba cociendo...
Tenía que volver a ver a Nadia.
Me despedí de Carlos con un abrazo, un poco frío quizás. Me prometió que estaríamos en contacto...cuando todo aquello terminara, pero que no era probable que volviese por SegCom. Después de lo ocurrido, no quería, al menos de momento, tener nada que ver con cualquier cosa que le recordase a aquellos cabrones. Y yo solo podía recordar los buenos momentos que habíamos pasado juntos, cómo me había conducido a través del laberinto que tan bien dominaba, de su mundo, hasta el laberinto en el que ahora me encontraba sumergido.
Cuando abandoné su habitación, cabizbajo, BMW me esperaba en el pasillo. Había cambiado la gabardina por un traje gris, pero su rostro seguía siendo el de alguien hundido por la preocupación y la responsabilidad. No quise ni pensar en todo lo que había dentro de aquella cabeza, ni en todo lo que aquellos ojos habían visto.
Me dijo que Joan ya no estaba en el Hospital, que lo habían trasladado a unas instalaciones de seguridad, y que necesitaba que le acompañase. Aunque su herida no era mortal, aún no había recuperado el conocimiento, pero era inminente que ocurriese, y si yo podía escuchar algo de su declaración, tal vez pudiese atar algún cabo y así saber donde podía estar Nadia, desaparecida totalmente en las últimas horas, o tal vez alguna de sus palabras nos diese una pista de qué es lo que La Cruz planeaba.
Le comenté a BMW la llamada de Nadia mientras cruzábamos la ciudad en coche. Él intentó quitarle peso al asunto, dándome un par de palmaditas en el hombro.
"Tranquilo, no hay posibilidad de que te toquen mientras nosotros estemos contigo".
No me sentí en absoluto tranquilo.



Día Veintiseis


En algún momento, no sé ni recuerdo exactamente cuando, el tiempo comenzó a transcurrir un poco más rápido, y cuando me quise dar cuenta, estaba en el Hospital, sentado sobre una camilla, vistiéndome, después de que un médico me hubiese examinado. Pero el médico ya se había ido y yo me encontré a solas con BMW. Lamentando toda la parafernalia que había tenido que montar para fingir que yo era detenido también, me explicó rápidamente cómo me habían seguido. Era algo que yo sospechaba. De una u otra manera, me habían mantenido bajo vigilancia desde el mismo instante en el que yo aceptara "unirme" a La Cruz.
Ahora, como resultado de aquella redada, tenían bajo custodia, y al parecer había muchas posibilidades de que se recuperase, a Joan, en aquel mismo Hospital. Por desgracia, mientras no hablase, si es que lo hacía, cosas bastante difícil, nada podían hacer, y mucho menos contra SegCom. La simple sospecha o posibilidad no eran prueba ante ningún Juez. Aún así, BMW me dijo que seguramente algunas de las personas, Nadia incluida, que yo conocía en SegCom, tardarían tiempo en aparecer por allí.
Dos plantas más arriba, Carlos también se recuperaba, aunque para éste último el shock había sido tan fuerte que habían tenido que sedarle, y ahora descansaba plácidamente. Aún así, su mano tardaría mucho más en recuperarse.
Y Nadia...de Nadia no sabían absolutamente nada. No podían explicarse cómo ni de qué manera...pero había huido.
Huido.
"Se pondrá en contacto contigo", me dijo BMW. "Muy pronto. Y tenemos que estar preparados para cuando eso ocurra".
Yo no quería estar preparado para nada. Solamente quería olvidar todo aquello, irme a mi casa y dormir. BMW asintió. Al día siguiente me pasaría a visitar a Carlos y hablaríamos del tema. De momento, mi único objetivo era llegar a mi casa, dormir, y mañana por la mañana entrenar por fin con tranquilidad. Era casi lo que más deseaba.
Aún así, no podía dejar de pensar en Nadia. Y en La Cruz. Y en lo que le habían hecho a Carlos. Y en cómo se habían complicado las cosas a partir de ahora. Joan estaba bajo custodia policial. Era seguro que algo pretenderían sonsacarle. Algo sobre lo que La Cruz planeaba. Y seguían siendo necesario conseguir el ordenador de Nadia, aquel que Marcos Molina había clonado aunque la vida se le había ido en ello.
Demasiadas cosas.
Me llevaron y me dejaron en casa. No me lo podía creer. Mi apartamento. Hacía solamente unas pocas horas que había salido de él, y sin embargo se me antojaban días enteros. Casi sin fuerzas, me dejé caer sobre la cama y no recuerdo haber tenido pesadilla alguna en toda la noche. Aunque el rostro de Nadia se me aparecía claramente, por momentos, y sin duda alguna soñé con ella. Pero era un rostro dulce, amable, el rostro de la mujer que yo había creido conocer y sin embargo, con el tiempo, había descubierto que no conocía de nada.
A la mañana siguiente conseguí correr algo más de una hora, pero muy relajadamente. Nada de velocidad ni cosas por el estilo. Y, después de la ducha, mientras me vestía en la habitación, reparé que apenas faltaban dos meses para la fecha señalada, el maratón de la ciudad. Me estaba preguntando si conseguiría mi objetivo, que no era otro que una buena preparación para hacer una carrera de la que sentirme contento y orgulloso, cuando sonó el teléfono.
Al otro lado, reconocí la voz de Nadia.
"Todos volveremos a estar juntos muy pronto", susurró.
No era un deseo. Era, por su tono y decisión, una realidad.